Artículo de José Luis Roldán (Max Estrella)
Hace algún tiempo, estando en el desempeño de la jefatura
del Servicio de Legislación de la Consejería de Educación de la Junta de
Andalucía, sucedió lo que voy a contar. Presidía el Gobierno de la Nación José
María Aznar y la Junta de Andalucía ese tal ciudadano
Chaves (Carmen Calvo dixit, soltando lastre) o, como antaño lo llamaba
cariñosamente la citada, el bueno de
Manolo; ese que en su declaración oficial de bienes confesó que tenía menos
euros que dientes un sapo, y remató la cínica declaración afirmando que el
copioso caudal pecuniario devengado en sus largos años de ministro y presidente
de la Unta lo había invertido en sus
hijos –Ivancito y Paulita, a los que ya conocemos sobradamente por sus obras-,
sin que en ningún momento hasta la fecha acreditara tal afirmación con la
correspondiente liquidación del impuesto de donaciones, ni la Hacienda Pública
se lo exigiera; pruebe usted, a ver qué pasa. Pero, perdón, no divaguemos.
Decía que en esos tiempos, en que el régimen socialista
practicaba frente al Gobierno de la Nación la felonía, bajo el nombre de política de confrontación, sucedió que
el PP aprobó un real decreto en materia educativa –no recuerdo exactamente
cuál- en el legítimo ejercicio de su potestad reglamentaria. Como tal decreto
no suponía ningún atentado al ordenamiento jurídico andaluz, la Junta carecía
de motivos lícitos para recurrirlo. Sin embargo, hubiese o no motivos, la estrategia de confrontación que, según el ciudadano Chaves, tan buenos frutos
daba ("la estrategia de
confrontación nos va bien y está dando sus frutos"), exigía una
respuesta más allá de las meras declaraciones políticas de disconformidad. Así
pues, aplicaron un recurso habitual en ellos: usar una marioneta, un
testaferro; una de las muchas asociaciones que se nutren del dinero público,
que el régimen mantiene precisamente para actuar, vicariamente, cuando conviene
la algarada callejera, o cuando la ley o el decoro proscriben o desaconsejan la
acción del titular. Vileza propia de cobardes y felones, por otra parte. En
este caso, el elegido fue el sectario Sindicato de Estudiantes.
Sin embargo, el asunto, siendo grave de por sí, no quedó
ahí; la malversación de caudales públicos acompañó a la felonía. Pues la
Consejería de Educación puso a disposición de dicho sindicato sus servicios
jurídicos para que elaboraran el recurso contra el Gobierno, de modo que el
referido sindicato sólo tuviese que firmarlo y presentarlo como propio. Así las
cosas, mi jefe inmediato, alto cargo de la Consejería, me trasladó la orden; y
como yo considerara la encomienda no sólo ilícita, moral y legalmente, sino
constitutiva de delito, me negué a realizarla. Ante mi negativa, su reacción
fue la siguiente: “Se lo encargaré a
fulanita (otra jefa de servicio, cuyo nombre de momento callaré), que tiene menos escrúpulos que tú.” Al
poco tiempo, recibí una advertencia sobre la decadente carrera que me
aguardaba: Es que no te doblegas, me
dijeron.
Quiero decir con ello que, ya en aquellos lejanos tiempos,
el régimen socialista exigía como principio de conducta a los funcionarios de
más alto nivel la docilidad y la sumisión; no a la Constitución y las leyes
sino a la arbitraria voluntad del gobernante de turno. Algunos llamábamos a eso
la ‘Doctrina Pascual’, en
reconocimiento al consejero que la estableció: “No hace falta que sepan, basta con que sean dóciles y sumisos.”,
dijo; así se registró y así se ha cumplido hasta la fecha, como si lo hubiese
ordenado el mismísimo faraón Yul Brynner.
Faltaban los jueces en torno a esta grotesca y chusca
doctrina y han entrado en escena de la mano de la recién nombrada presidenta de
la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de
Andalucía. Esta señora –a la que en otro tiempo tuve por buena jueza- ha
sacrificado la Justicia en aras de la gratitud, ya lo dice el refranero: de bien nacidos es ser agradecidos; o,
tal vez, casualmente, de la docilidad o espontánea disposición para agradar a
los que dan o quitan, ponen o deponen, favorecen o estorban. Humana debilidad.
Esta jueza (ponente de la sentencia en la que se juzgaba la
destitución de un funcionario -íntegro y competente, de los más competentes que
he conocido en mi dilatada experiencia funcionarial y, también, de los más
íntegros- por no acomodarse a las corruptelas partidistas del director general
de turno) ha cometido la imperdonable vileza de enaltecer la ‘Doctrina Pascual’ a la categoría de
jurisprudencia; o, dicho de otro modo, de integrar en el ordenamiento jurídico
y convertir en ley la disparatada proposición pascualiana. Ha afirmado, literalmente, en su sentencia que “…tanto para su nombramiento como para su
cese (…), además de los méritos profesionales, se valora la (…) capacidad de
DOCILIDAD con el órgano convocante o cesante”.
No sé de dónde saca -sino de la gratitud y la docilidad- que
la docilidad constituya mérito para la designación de los funcionarios directivos;
o que su carencia constituya, igualmente, demérito o baldón y pueda ser causa
lícita de destitución. La reto a que diga –pues no lo hace en la sentencia- en
qué artículo de la Constitución o en qué ley queda dispuesto eso que afirma de
modo tan tajante; o, incluso, a que señale una convocatoria, una sola, ni
siquiera dos, en que se haya exigido o valorado como mérito esa ‘capacidad de
docilidad’.
Por el contrario, yo sí puedo citarle lo que dice al
respecto la disposición fundamental del ordenamiento jurídico funcionarial,
esto es el Estatuto Básico del Empleado Público. Pues bien, esto dice:
Artículo 52 Deberes de
los empleados públicos. Código de Conducta.
Los empleados públicos
deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por
los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del
resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes
principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad,
imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia,
ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del
entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y
hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados público…
Y, en cuanto a la obediencia –que no docilidad- los
funcionarios, como cualquiera en cualquier otro ámbito, están sometidos a la
jerarquía de los superiores. Pero, precisamente, por el carácter público de su
función, que entraña, como acabamos de señalar, la obligación de actuar con
objetividad, neutralidad e imparcialidad, disponen de la garantía legal de no
observar las órdenes o instrucciones contrarias al ordenamiento jurídico. Así
está expresamente recogido en los artículos 54 y 95 del citado Estatuto.
¿Dónde está, pues, la ‘capacidad de docilidad’? Obviamente,
la jueza se lo ha inventado. Ella sabrá por qué.
Afirmo sinceramente que me duele ver como esta jueza –otrora
buena jueza-se ha convertido con el cargo de presidenta de la Sala en jueza
quevediana. De aquellos de los que Quevedo afirmaba que retuercen las leyes o
que las hacen con calidad de maná, pues saben
a lo que ellos quieren.
Creo que ya lo he dicho en alguna otra ocasión, convendría
que en la escuela judicial obligaran a los jueces a leer a los clásicos, así
sabrían que Lucano –paisano de la jueza; que, al igual que su tío (no el de la
jueza, Séneca), militó contra sí
desesperado- ya advirtió contra uno de los peores vicios de un juez: saber
más que las leyes. “Para las judicaturas
–dijo- se han de escoger a los doctos y
los desinteresados. Sepan las leyes, empero no más que ellas; hagan que sean obedecidas,
no obedientes…” . Claro que Lucano, que sí habría leído a Aristóteles, se
inspiró con toda seguridad en sus palabras: “Intentar
ser más sabio que las leyes es justamente lo que está prohibido en las leyes
más estimadas.”
Resulta penoso que en esta charca pútrida en la que nos ha
tocado vivir, en esta Sodoma en la que es imposible encontrar cinco justos en
las altas esferas del poder, ni siquiera la justicia ofrezca un refugio a la
esperanza. Ya lo sabíamos, desde luego. Lo que sucede es que los jueces aún son
capaces de sorprendernos en la infamia. Incluso a mí, descreído desde tiempo
inmemorial de esta justicia (deliberadamente con minúscula) genuflexa y de
salón, precisamente porque, como Bías, tengo a la Justicia (deliberadamente con
mayúscula) por suprema virtud. Resulta desalentador constatar que esto sigue
siendo un régimen en el que nada ha cambiado, sino a peor. Los jueces amparan
la corrupción y persiguen la probidad. Tapan la boca con sus sentencias a los
pocos valientes íntegros que osan denunciar las corruptelas del poder; y en
lugar de investigarlas y perseguirlas, alientan las represalias de los
corruptos. No puede haber nada peor. Leyes
obedientes, enorme Lucano.
(Publicado en el blog Ídolos y Llantos, 18 de junio de 2019)
Magnífico artículo que sería más disfrutable si su contenido fuera una fábula, una sátira o una ópera bufa. Por desgracia se refiere a quienes nos gobiernan y a los que velan porque la injusticia prosiga. Gracias por tan delicado y simpático zasca a quienes me avergüenzan. ABSTENCIÓN YA.
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