Artículo de José Luis Roldán (Max Estrella)
Siempre aborrecí, pese a ser funcionario, o precisamente por
eso, a aquellos burócratas –en el sentido peyorativo del término- que
valiéndose de la ocasión de tener en sus manos la elaboración de protocolos de
actuación o de programas informáticos, retorcían los procedimientos
reglamentarios hasta desvirtuar el espíritu de la ley y hacerle perder su
legítimo y genuino fin.
Algo así tuve ocasión de comprobar –padecer- el otro día,
que me permito trasladar al lector como ejemplo paradigmático de lo dicho, por
pedagogía, crítica, desahogo o, por qué no, para el pitorreo, choteo, befa y
burla de la absurdidad e incuria de sus autores.
Acudo a la farmacia a retirar un determinado medicamento al
amparo de la ultramoderna y publicitada receta electrónica, y esto es lo que
sucede:
- Manceba (reproduzco definición DRAE, por si acaso, ‘2. m. y f. Empleado auxiliar de farmacia’):
Lo siento, no lo tenemos.
- Un servidor: Eso mismo me dijeron ustedes el mes pasado y
el anterior.
- Manceba: No es culpa nuestra, es del laboratorio que no
abastece. Tenemos el de 28 comprimidos, pero el que le han recetado a usted es
de 30 comprimidos. Se lo podemos dar, pero lo tiene que pagar usted
íntegramente.
- Un servidor: Pero, ¿es el mismo producto?
- Manceba: Sí (me lo muestra), pero 28 comprimidos en lugar
de 30.
- Un servidor: Ya, pero 28 es menos que 30 ¿no? Si fuese al
revés me callaría, pero si la Seguridad Social me paga 30 supongo que me paga
esos 28 y dos más. Que yo no le estoy pidiendo que abra otra caja y me dé dos
más, sino que me dé, de los 30 a los que tengo derecho, solamente esos 28.
- Manceba: No puede ser, el sistema no lo permite.
Ahí me desarmó. A estas alturas de la vida uno ya ha
aprendido, dolorosamente, que contra ‘el sistema’ ninguna razón es bastante. ¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!
De modo que me fui sin el medicamento a pedir cita en el
médico para que restase dos comprimidos a la receta. No por los dos euros que
costaba el producto, sino por natura. Si hubiese actuado de otro modo, los que
me quieren se habrían preocupado: le
ocurre algo.
La cuestión se reduce, pues, a lo siguiente: el usuario del
sistema se ve absurdamente privado de sus derechos –por cierto, cacareados por
los políticos hasta la náusea- por la incuria y el espurio interés del resto de
actores. Deseo pensar que se trata de eso y no de la labor de zapa de la quinta
columna que el régimen socialista infiltró en la Administración pública y que
la mansa collera de los Juanmas no se
atreve –o no quiere- liquidar.
El caso es que, sea lo que fuere, se invierte el orden
natural de las cosas, y lo que debe ser mero instrumento al servicio de un fin
troca en fin en sí mismo, a cuya satisfacción queda subordinado todo lo demás.
Y así resulta que el único perjudicado de ese absurdo proceder es el usuario;
en tanto que, paradójicamente, los autores y responsables del despropósito (el
SAS, por responsabilidad directa por acción y omisión; los farmacéuticos por
colaboración necesaria, interesado acomodo y descuidada ética profesional)
salen beneficiados de su propia incompetencia o maldad.
El derecho a la protección de la salud que nuestra
Constitución reconoce – y que, obviamente, comprende el disfrute en su
integridad de las prestaciones del sistema a las que uno tiene derecho,
conforme a la ley- se convierte con demasiada frecuencia en mera declaración
huera, papel mojado.
Naturalmente, los beneficiados de esta sinrazón no van a
ser, precisamente, los que se molesten en enmendarla. Por una parte, los funcionarios
y autoridades negligentes saben que ninguna responsabilidad les será exigida por
su falta de probidad y que ninguna Institución tutelará de manera eficaz y
sumaria a las víctimas de su iniquidad o de su incompetencia.
(Publicado en el blog Ídolos y Llantos, 5 de abril de 2019)
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