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viernes, 8 de diciembre de 2017

Fiebre amarilla


Artículo de Luis Marín Sicilia

“¿Respiran cólera, irritabilidad o antipatía los del lacito, bufandas y pañuelos amarillos?”

“Si Puigdemont y su gente se hubieran vacunado de la fiebre amarilla se darían cuenta de lo ridículo de su conducta”


Provocada por un insecto díptero, la fiebre amarilla provoca fiebres, cefaleas, ictericia, dolores musculares, náuseas, vómitos y cansancio. Una pequeña proporción de quienes padecen el mal presenta síntomas alarmantes de tal gravedad que, en breve plazo, acaban con su vida.

Las grandes epidemias de fiebre amarilla se producen cuando el virus es introducido por personas infectadas en zonas muy pobladas y donde la gran mayoría de los habitantes tiene escasa o nula inmunidad por falta de vacunación. Y es que la fiebre amarilla puede prevenirse con una vacuna muy eficaz, segura y asequible, siendo suficiente una sola dosis para conferir inmunidad y protección de por vida, sin necesidad de dosis de recuerdo.

Todo lo anterior explica que ese movimiento sedicioso surgido en Cataluña haya optado por el color amarillo como símbolo más reciente de una de sus reivindicaciones. Dicho color lo provoca la ictericia, uno de los síntomas de la fiebre amarilla, y se debe a trastornos del hígado, órgano que, entre otras funciones, segrega bilis. La bilis, en la segunda acepción del diccionario, consiste en un sentimiento de cólera, irritabilidad o antipatía.

¿Respiran cólera, irritabilidad o antipatía los del lacito, bufandas y pañuelos amarillos? Basta con oír los mensajes y proclamas victimistas para percatarse que son, básicamente, esos sentimientos los que amalgaman sus conductas. Pocas veces, si es que alguna ha habido, una minoría, por muy numerosa que se crea ser, ha provocado tal grado de frustración e irritabilidad como la que han protagonizado quienes pretenden que los presuntos hechos delictivos, de enorme gravedad, que han perpetrado los que han introducido el virus de la discordia en gran parte de la población catalana, queden exonerados de sus responsabilidades, mientras se jactan, en paraísos flamencos, de su “hombría” y “mesianismo”.

Los viejos demonios del odio, la exclusión y la intransigencia resucitan en algunas partes de Europa, mientras entre nosotros unos oportunistas y mentirosos infractores coadyuvan a la desestabilización del continente, agitando ridículas proclamas que, por mucho a coro que las repitan rodeados de estómagos agradecidos, están condenadas a ser recordadas como un numerito más de un pelmazo prófugo e irredento. No es de extrañar que la “multitud” segregacionista, liderada por rebeldes prevaricadores, haya buscado acomodo en tierras de Flandes, como hacían los etarras, donde todavía, pese a los cuatro siglos y medio transcurridos, parece que escuecen los Tercios y el Duque de Alba.

Si Puigdemont y su gente se hubieran vacunado de la fiebre amarilla se darían cuenta de lo ridículo de su conducta. Al no haberlo hecho han provocado una epidemia que está provocando dolores, nauseas, vómitos, cefaleas, cansancio y esa ictericia cuyo amarillento color han adoptado como símbolo. La bilis que produce solo reporta irritabilidad, ataques de cólera, episodios de ruptura social y un creciente grado de antipatía que los que no estamos afectados por el virus tenemos el firme propósito de que sea suturado.

Los protagonistas del “fake new” catalán, la mentira más tumultuaria y manipulada jamás conocida, podrán seguir jugando al escondite y a la falsedad, inoculando el virus amarillento a los afectados por su epidemia, pero quienes velan por la salud de toda la ciudadanía terminarán vacunando contra el díptero insecto perturbador de la convivencia a todos cuantos atentan contra la misma. Y si alguno no quiere vacunarse, quedando fuera de su jurisdicción, es porque forman parte de esa minoría gravemente afectada por el virus, cuyo futuro será muy corto, si bien conseguirán su objetivo de no vivir entre los españoles. Y así, al fin y al cabo, todos contentos.

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