Artículo de Federico Relimpio
Es curioso, eso de la emigración.
Hace unos meses, leía yo un texto de un italiano que hizo un viaje en tren de
Latinoamérica a Estados Unidos, y concluyó que nadie emigra por gusto. Que la emigración es
siempre violencia íntima, desgarro interior: el que te rompe el cordón
umbilical con la tierra, tu gente, tu lengua. Me lo creo. Y a pies juntillas.
De violencia, hablo. La emigración es violencia
interior, para huir de la violencia explícita, sea en forma de
guerra declarada, o como la violencia cotidiana de una dictadura o de una
persecución más o menos soterrada. O la violencia de la pobreza sin
expectativas. Mil violencias formuladas, ante las cuales cabe preguntarse qué
prefiere uno, si quedarse en la violencia como sistema de vida, o arrostrar la
violencia del desarraigo y el rechazo en el país de acogida. Tiene gracia, eso.
Lo de acogida, digo. Porque, muchas veces, el país que recibe parece todo menos
acogedor. Claro que mil veces menos acogido está uno en el país de origen.
Pero uno no habla hoy de emigración, pese a este largo
introito.
Hablo de Andalucía, mi tierra. Durante
mucho tiempo pensé cómo era posible que no emigráramos en bloque, masivamente,
ahora que estábamos en la Unión Europea,
variedad espacio Schengen. Por razones parecidas – y con menos paro -, Europa
está llena de portugueses, sin ir más lejos. Aun asumiendo que nuestro
desempleo esté ampliamente sobreestimado, no deja de ser terrible y
desesperante, particularmente teniendo en cuenta lo estructural y lo irresoluble.
Añadan, además, nuestra renta por habitante, el porcentaje de la población en
riesgo de exclusión, la concentración en Andalucía de municipios o barrios con
menor renta de España, o las elevadas frecuencias relativas de diabetes,
obesidad, hipertensión y enfermedad cerebrovascular (correlatos de situaciones
socioeconómicas desfavorecidas). O, sin ir más lejos, los peores resultados
académicos o tasas de abandono escolar precoz. Hay todos los indicadores
peninsulares para salir por patas.
Por compararnos con otros países, Andalucía es el equivalente a la América profunda, en Estados
Unidos. La Texas de “Comancheria”,
si ya vieron la película. Algo parecido al “Cinturón de la Biblia”: campo,
obesidad y tipismo – con todas las excepciones que quepa admitir -. Y nuestra
peculiar versión del conservadurismo, una especie de Trump estilo “Tal como
somos”. Aunque, en el fondo, no estamos demasiado contentos de nuestra
situación. Pero, probablemente, no tenemos muchas razones para pensar que se
pueda estar de otro modo. O hemos sido sagazmente inducidos a pensar de ese
modo.
Mi post empezaba hablando de emigración porque, en un
panorama semejante, lo normal habría sido salir corriendo a toda velocidad a
cualquier parte de Europa. Pues no, mire usted. Aquí estamos, encasquetados delante del sofá, delante del
televisor, sin cambios políticos ostensibles, criando kilos. Enamorados
de nuestra tierra – como cualquier persona, ojo -, de sus gentes, sus cielos y
sus alimentos, en el comprensible amor a unas sonrisas, unos azules, unos
sabores y unos olores que difícilmente encontraríamos en otras latitudes.
El reverso a este amor es la resignada aceptación de lo que
la tierra nos quiera dar: mejoras escasas y eventuales que nos va concediendo
una clase política hegemónica locorregional a la que todo se lo toleramos,
sean recortes, sospechas, tropelías,
arbitrariedades, nepotismos o enchufismos, cuando no abiertas corruptelas.
Votamos a los mismos por inercia, por desconfianza, por pura pereza
intelectual. Por que es lo que hay, y punto. Porque, para que hagan como en
Valencia o en Madrid, mejor los nuestros. O porque son de izquierdas, o eso
dicen, o porque me caen bien, o alguna vez me cayeron simpáticos. Y ahí sigue,
ese Parlamento, ocio reglamentado, explícito o implícito, o corral de vecinos
para dar algún que otro titular.
La pena es que esta tierra tuvo
un momento de orgullo, de reivindicación, al final de los setenta.
Un momento en que nos tiramos a la calle, con una bandera y un ideal. Un
momento en que algo fue posible. Fue, empero, el momento de los
listos. El momento para generar una nueva aristocracia, gentes
que ahora pueblan despachos y agencias, dedicadas a crear un nuevo derecho de
sangre y escupirte: “usted no sabe con quién está hablando”, cuando se tercia.
El momento de una gentuza que supo darse cuenta que el viento había cambiado y
que, los que hasta ahora habían besado la mano de los que se bajaban del
land-rover, ahora besarían la mano de los que repartían ayuditas y migajas. Y
más, aun más, desfilarían en solemne procesión, a besar las urnas, devotamente,
sin cambiar nunca de papeleta. Y sin plantearse jamás la posibilidad de
emigrar… ¿Para qué? Con lo bien que nos tratan los nuevos amos…
Tal vez conozca poco mi país. Quizás sea preciso
examinarlo más de cerca; viajar “Bajo su Piel Tatuada”… ¿Desean acompañarme?
Les aseguro que merece la pena.
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