Artículo de Enrique Rodríguez
Nunca el Éxito estuvo antes que el Esfuerzo, ni siquiera en el diccionario (desmotivaciones.es)
Decía Carl Sagan que todos procedemos de polvo de estrellas.
Siendo este nuestro origen, ¿qué hizo que los hombres no
fuésemos iguales?
¿Qué parte de esas partículas y en qué proporción se
repartieron entre unos y otros?
Hoy en día está de moda exigir la igualdad, la simetría, la
conformidad, la homogeneidad, y la ecuanimidad.
Pero, ¿es justo? ¿Es ecuánime que se considere igual a la
práctica de la bondad que a la perversidad, al mérito que a la indignidad, a la
pasión que a la indiferencia, a la diligencia que a la vaguería, a la
honestidad que a la indecencia?
Sin embargo todos
tenemos miedo, de pronunciar la palabra diferencia o desigualdad si no es para
reclamar la yuxtaposición.
No nos equivoquemos, la igualdad solo se debe de reclamar
ante la justicia; debemos reclamar que esta sea neutral, que aplique la
imparcialidad, que no favorezca a nadie por género, por estatus, por educación,
por etnia, por religión, etc.
En ningún momento los Estados deben permitir la exclusión
social y tienen la responsabilidad de esforzarse en procurar la igualdad de
oportunidades. Pero una vez dicho esto, los Estados también deben de tener
claro, que hay una ley natural que se llama libertad, que dependiendo del uso
que hagamos de ella puede marcar nuestro destino.
Es el Estado el que debe y tiene que normalizar y regular la
igualdad, y la sociedad la que debe exigirla, pero sin contaminar el concepto
haciendo del mismo una tabla rasa. Si hiciera esto cometerá una gran
injusticia; el esfuerzo, el mérito, la excelencia, deben de ser impulsados,
reconocidos, e incentivado por los gobiernos. En caso contrario, están
desmotivando y desactivando la voluntad de conocimiento e iniciativa de los
individuos.
Aunque la libertad muchas veces la tenemos
condicionada, hay algunas ocasiones donde la vida nos ofrece el poder de
elegir; entonces la desigualdad se vuelve legitima por el mérito del individuo
y es ahí donde el Estado debe de dejar de ser el artífice de promover una
igualdad injusta, por electoralismo o utilitarismo; si no premia el esfuerzo,
la decencia, y otras virtudes, cometerá la inmoralidad y el atropello de
robarle la parte de libertad que le queda al individuo; recordando que la otra
parte se la cedió este al Estado, para procurar la convivencia y el bien común.
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