Un artículo de Eduardo Maestre
NOTA: El uso de la palabra naci,
con ce en vez de con zeta, es mi forma abreviada de escribir el término nacionalista. Para mí, es absolutamente
legítimo decir y escribir naci en vez
de nazi, y también es adecuado, porque desvincula gramatical, ideológica e
históricamente a los independentistas -sean éstos vascos o catalanes- del
nacionalsocialismo alemán de entreguerras, manteniendo sin embargo el carácter
agresivo y destructor que tiene todo nacionalismo.
Aquí crecían tres cipreses
Crónica del Premio Libertad 1812, otorgado a Albert Boadella
El
pasado jueves 26 de Octubre asistí a la entrega del Premio Libertad 1812, concedido por el Club Liberal 1812 de Málaga
al actor, director y dramaturgo español Albert Boadella. Tuve la inmensa
fortuna de ser invitado por la organizadora del extraordinario evento, mi ya
amiga Ana Megías, actriz, profesora de Dirección y Arte Dramático, liberal
hasta la médula y destacada miembro del club que entregaba el Premio.
Ana
Megías, durante meses, fue la que pergeñó todo: desde buscar a Boadella hasta
dotar de estructura un día que resultó luminoso para el célebre actor. Le
organizó una recepción en la estación de trenes con una banda de música que
recibió al dramaturgo con el himno de España; lo paseó en calesa por toda
Málaga; le construyó una rueda de prensa que por lo visto el actor transformó en épica, y tras un
almuerzo encantador y un par de horas de descanso en el hotel, lo llevó al Club
Mediterráneo, en donde le hicieron un homenaje y le entregaron el Premio, tras
el que se celebró una magnífica cena.
El ambiente
Como
digo, tuve la suerte de ser invitado por Ana, que me había reservado un asiento
en primera fila. Antes de que comenzara el acto me encontraba deambulando entre
más de cien personas, muchas de ellas ya sentadas y muchas más aún de pie y
hablando en corrillos. Estaba mirando la tarima central con cuatro sillas
vacías sin saber qué hacer cuando, de entre la multitud que ya estaba tomando
posiciones, surgió una hermosa mujer rubia vestida de negro que me sacó de la
anomia -¿es usted Eduardo Maestre?- para llevarme detrás del cordón de terciopelo que dividía los asientos del
público en dos zonas: la de los interesados en el acto, y la de los afectos a la organización del mismo. Una
vez tras el cordón, vi mi nombre impreso en caracteres románticos sobre la
preciosa cuartilla azul que reposaba en un asiento privilegiado, lo cual me
hizo mucha ilusión! Me senté y, desde ese lugar a cinco asientos del
homenajeado, fui testigo de un milagro.
De
una puerta lateral salieron unas cuantas personas entre las que estaban mi
amiga Ana, Albert Boadella y Elvira Roca, la autora de Imperiofobia y Leyenda Negra, el libro más fascinante que he leído hasta ahora sobre la
esencia del pueblo español, un libro que actúa como un verdadero tónico para el
espíritu quebrantado de los españoles. Hacía unos días que había terminado de
leerlo, y tener allí a la autora de semejante herramienta de resurrección del
espíritu español, al alcance de un saludo; verla llegar con su ausencia de
autobombo, con su casi desparpajo de ama de casa; tener a Elvira Roca a dos
metros de distancia me parecía asombroso! No me atrevía a abordarla, sin
embargo, y estando allí, aún de pie hasta que comenzara el acto de entrega del
Premio, se me acercó un hombre calvo que me dijo “¿tú eres el que ha escrito el
artículo sobre Elvira, no? El del Luis Felipe”. Sí –le contesté. Se presentó como Ramón, el marido de Elvira, y estuve
hablando con él un rato. Un tipo encantador, profesor de Matemáticas y sufridor
sobrevenido del éxito brutal que está provocando el libro de su mujer, ya por
la 15ª edición.
La entrega del Premio
Cuando
por fin nos sentamos, el acto comenzó. Habló el Presidente del Club liberal;
habló a continuación Jesús Pérez Lanzac, también conocido como Chumy, secretario del Club Liberal y un hombre simpatiquísimo que
luego tuve a mi izquierda en la cena. Después habló Elvira Roca, encargada de
introducir de alguna manera la necesidad
de entregar un premio así a un hombre como Boadella.
Roca
habló sin papeles, sin darse importancia, como la que está amigablemente
sentada a tu vera en una mesa camilla; pero con una lucidez y una frescura sólo
posibles en alguien con una inteligencia cuidadosa y perfectamente
estructurada. Comenzó hablando de los indios americanos en su relación con los
españoles del XVI, y de ahí derivó hacia la importancia del humor, de la risa, del chiste en la España actual para
entroncar finalmente con la urgencia
de premiar a un cómico de la talla de Boadella. Su intervención, que no llegó a
los diez minutos, fue recibida con un caluroso aplauso. Finalmente, salió Ana
Megías a hablar, y fue la última en hacerlo antes de ceder la palabra al
premiado.
Ana
se puso en pie y se acercó a un atril de madera que había en la tarima a dos
pasos de la mesa; sacó unos folios, se encajó unas gafas y comenzó a untar con
su voz de contralto dramática las paredes de la sala con aceites perfumados.
Qué colocación de voz! Qué diferencia de registro con los que no somos
profesionales de la escena! Perfectamente sonoras; escrupulosamente emocionales,
sus palabras iban directas al vientre de los oyentes y, en particular, a las
vísceras escénicas de Boadella, que la miraba desde la primera fila entre
sonrisas y protestas de gratitud. Tras pintar una semblanza del personaje, la
organizadora del evento nos habló de la vida y milagros de este catalán
universal, de sus andanzas con la Justicia franquista, de su empeño en tocarles
las narices a los poderosos y, finalmente, de la persecución que ha sufrido en
su propia tierra por parte de los separatistas, esos nacis con barretina. En la
recta final del discurso, la actriz lo comparó con Aristófanes, Moliére, Tirso,
Lope y hasta Plauto! Boadella hacía gestos de anda, qué exagerada eres! Pero en cierta medida, ¿qué otro
dramaturgo español ha logrado trascender los escenarios para convertirse en un
referente de libertad? No se me ocurre otro!
Boadella, de lejos
Para
cerrar el acto, salió el propio Boadella a hablar, y lo hizo sin papeles.
Cuando contaba los detalles de sus andanzas escénicas contra los poderosos, abría
los brazos en dirección al público como diciendo qué otra cosa podía hacer? Contó el actor que a él le pasó lo que a
Chaplin en la película Tiempos Modernos, en esa memorable secuencia en
la que Charlot se agacha a recoger un banderín rojo que se ha caído de un camión
que transportaba materiales de construcción y, agitando el banderín para que el
camionero se parara a recuperarlo, se encuentra con que decenas de personas empiezan
a seguirlo por la calle como si fuera un líder político revolucionario! Charlot,
entonces, echa a correr, huyendo de sus perseguidores, y esto no hace más que
empeorar la situación, pues se le siguen uniendo cientos de adeptos! El actor confesó que al
regresar del breve exilio al que tuvo que irse cuando se fugó de la cárcel
española en la que quisieron encerrarlo por una obra de teatro que había
molestado al Régimen, lo recibieron como un referente del antifranquismo. Se
vio, de repente, con el banderín rojo en la mano y, claro, como Chaplin, tuvo que seguir!
Boadella
fue muy simpático -en el sentido
etimológico del término. Y muy ilustrativo. Además, contaba sus andanzas
quitándoles cualquier resquicio de importancia, de trascendencia; como si toda
su carrera no fuera más que una concatenación de casualidades! Estaba claro que
nos hallábamos ante la proverbial modestia que sobrevuela siempre las cabezas
de los grandes hombres. Cualquiera que lo escuchara diría que, visto así, su
vida no tenía nada especial. Pero nada más lejos de la realidad que semejante
espejismo.
Miren
ustedes: está claro que en la vida de los grandes creadores llega un momento en
que la madurez deja paso a la senectud. Pero ello no obsta para que el genio del
artista siga pulsando los botones que activan la reacción del mundo exterior.
Que los biorritmos no sean los de la juventud (gracias a Dios!) no afecta en
absoluto para que el núcleo, el magma que aún sigue dando vueltas en el centro
de la esfera personal del creador de situaciones siga irradiando una energía deslumbrante.
El mero hecho de que los independentistas catalanes lo hayan perseguido hasta
conseguir que se vaya de su propia tierra deja en evidencia muchos aspectos: 1)
que los separatistas, como hombres primarios que son, permanecen impertérritos ante cualquier expresión artística; 2) que carecen
absolutamente de sentido del humor y por lo tanto de verdadera inteligencia;
3) que son unos paletos venidos a más, como lo fueron los nacionalistas de las Juventudes
Hitlerianas, y, sobre todo 4) que Albert Boadella, a su edad y con el historial
que arrastra como mosca cojonera de los poderosos, sigue siendo un
referente de libertad, de inteligencia y de claridad conceptual; que los nacis
lo hayan elegido como objeto de odio y repulsa lo convierte en el foco cegador que
señala con su luz dónde está el origen de la rabia.
Y
es que a Boadella no se le daba el Premio
Libertad 1812 por su incontestable carrera dramática -razón que quizás
requiriera otros foros más especializados en los asuntos del Teatro-, sino por
ese empecinamiento en tener criterio propio contra el viento del Poder y la
marea de la Opinión; pero sobre todo porque este catalán se ha convertido, a su
pesar, en el símbolo que aglutina a todos aquellos españoles que, estando
claramente fuera del espectro del conservadurismo –rancio o fresco-, no solo no
somos nacionalistas sino que nos hemos manifestado con claridad y contundencia contra aquellos que pretenden destruir
nuestra nación.
La cena
En
la cena que vino a continuación de la entrega del Premio tuve la inmensa
fortuna de disfrutar de un asiento reservado en la mesa central, cerca del
homenajeado. La generosidad de Ana Megías para con el maestro de pueblo que
escribe esta breve crónica ha dejado de ser enorme para convertirse ya en
milagrosa. De no haberme invitado Ana, alguien tan poco relacionado como yo jamás
habría soñado con asistir al acto; mucho menos, a la cena posterior, y de
ninguna manera habría conseguido sentarme en una mesa tan intensa. Mi
agradecimiento, pues, es sideral.
Dicho lo cual, la
mesa central era un rectángulo inscrito en el centro de un enjambre de mesas
redondas. En la cabecera de la misma, y de espaldas a un Mediterráneo que besaba a Málaga
aprovechando la nocturnidad, se sentaban, como si fueran los Reyes Católicos, Boadella y, a su derecha, la propia
Ana. A la izquierda del dramaturgo, haciendo esquina con éste y ya comenzando
el lado largo del rectángulo, hablaba vivamente Elvira Roca, de la que parecían
saltar imperceptibles chispas de ingenio que casi se materializaban en el aire.
A su lado se sentaba su marido, Ramón, con el que ya hablé en la entrega del
Premio y con el que tuve el placer de seguir hablando durante la cena, pues yo
era el siguiente en la mesa. Siguiendo por ese flanco, a mi izquierda estaba
Jesús Pérez Lanzac, Chumy. Y más allá
de él habría otras cinco o diez personas más a las que no conocía.
Chumy
es un señor simpatiquísimo -abogado malagueño de toda la vida- que me contó
antiguas historias de Málaga y que mantenía la tesis de que esta ciudad era muy
dispersa, pero que precisamente esta dispersión
favorecía que no hubieran aparecido clases
tan bien definidas como en otras capitales españolas. Yo, que soy sevillano de
los del centro mismo de Sevilla y que quizás por eso comprendo tan en
profundidad lo que significa el concepto de clase
social, daba tácitamente la razón a Chumy, pues es cierto que en el año y
medio escaso que llevo viviendo en Málaga no he percibido el clasismo que he
vivido y sufrido en mi propia ciudad durante toda mi vida. Sólo hay que darse
una vuelta por mi Feria de Abril y
luego venirse en agosto a la feria de día
en la calle Larios de Málaga para darse cuenta de lo que digo. Y como lo que
digo ya es mucho decir, no digo más!
A
la derecha de Ana, esquinado con ésta y ya frente a Elvira Roca, se sentaba
José Agustín Gómez-Raggio, el expresidente del Club Mediterráneo, en el que
se realizaban el acto de entrega y la cena posterior. José Agustín es abogado, hombre de negocios de éxito y un tipo de lo más interesante que he conocido en los últimos tiempos. Tuve
una conversación de casi dos horas con él una tarde que quedé con Ana para
tomar café y me pareció un hombre jovencísimo pese a pasar ya de los sesenta
años. Estuvo a punto de representar a Ciudadanos por Málaga en el Congreso de
los diputados, pero nada más ingresar en el partido se le ocurrió la
estrambótica idea de hacer política
de verdad. Qué locura! Claro: desde la Archicofradía de los Hermanos Mayores de la
Divinidad Naranja lo anatematizaron y lo expulsaron de inmediato. ¿Cómo se
atrevía a poner en solfa los dogmas de Fe alguien que aún no llevaba el tiempo mínimo de curación en el partido? Por lo visto hay que demostrar solera en el carné para atajar los
problemas de la gente. Me imagino a Bismarck apuntándose al partido de Albert
Rivera y oyendo lo siguiente: “Unificar Alemania? Pero cómo te atreves? Si no
llevas ni dos meses en el partido! Pero quién te has creído que eres, Bismarck?
Unificar Alemania! Menuda idea!” Así que, con su salida fulminante de ese antro
de parálisis política, José Agustín recuperó su libertad de pensamiento,
palabra y obra mientras que Ciudadanos apretó aún más –si cabe!- la soga que como
partido político lleva al cuello, disminuyendo sensiblemente su ya patética
influencia en Andalucía.
¿De
verdad alguien pretende hacer política en nuestra tierra sin renunciar a ese
espíritu de sacristanes, de capataces de cofradía, de ratones de sagrario que
se gastan todos? Porque es que así son todos! Los de Ciudadanos y los del PP: desde Juan Marín con su
flequillo inquietante hasta Zoido -ese hombre cuyas chaquetas siempre le quedan
estrechas por el esternón- parecen sacados a la fuerza de un besamanos! En
cuanto llega un tío con las ideas claras, se lo hacen encima! Estamos listos,
los andaluces, si queremos entrar así en el carril del verdadero progreso!
A
la derecha de José Agustín estaba un hombre joven que por lo visto era el
director del diario Sur. A su lado, y frente a mí mismo, una mujer desconocida.
Y a la derecha de ésta y frente a Chumy, la hermosa rubia que me sacó del
anonimato antes de comenzar la entrega del Premio, una mujer que se llamaba
Lidia y que había conseguido que el color negro no quisiera abandonar jamás sus
formas.
Ya
en los postres, y mientras Chumy me proponía dar una conferencia en el Ateneo
-una conferencia sobre Música, que yo a su vez intenté que versara sobre la
poca aceptación de la música contemporánea y los motivos físicos que lo explican-, Elvira Roca se levantó para volver a su
casa, en donde la esperaban dos críos pequeños. Esto me pareció asombroso! Es
como si al final de una cena-coloquio sobre Spinoza se levantara Ortega y
Gasset para marcharse porque tuviera que regar los gladiolos! Pero lo cierto es
que Roca es madre de dos niños pequeños y profesora de instituto! Al día
siguiente, viernes, tenía que dar clases a adolescentes brutales! Fue cuando le
pregunté a Ramón, su marido, cómo llevaban el éxito tremendo de Imperiofobia, a lo que el profesor de
Matemáticas me respondió “…regular; lo llevamos como podemos. Y esto es solo el
principio: tiene entrevistas y planes para los próximos meses. Y por toda
España!”. Así que, como se iban, aproveché para despedirme de la historiadora y
decirle que su libro era un Red Bull
para los españoles.
El
caso es que, habiéndose marchado Elvira Roca, su asiento, el más próximo a
Boadella, quedó vacío. Ana, atenta siempre a lo que ocurre, me hizo una señal
significativa con los ojos como diciendo siéntate
ahí ahora mismo! No me lo pensé dos veces y de repente me vi sentado en la
esquina más privilegiada de la mesa, a diez centímetros del dramaturgo catalán!
Boadella, de cerca
Hola
-le dije enarcando las cejas con estupor-, soy Eduardo Maestre, el sustituto de Elvira Roca; a lo que el
actor contestó “encantado”, con esa voz entre tubular y proyectada que conozco
desde hace décadas a través de la televisión. Ana me presentó oficialmente y cinco
segundos después se marchó a hablar con no sé quién, dejándome a solas con
Boadella durante casi diez minutos. El actor, que de alguna manera se vio
obligado a darme conversación, me dijo que él tenía un hijo concertista de
violoncello, y que éste hacía cinco años que vivía en China -en China, nada menos! Estuvimos
hablando de lo difícil que resulta llegar a ser solista de cello, con lo que
concluí diciéndole que su hijo debía ser un músico como la copa de un pino!
Boadella lo confirmó, con los ojos muy abiertos y afirmando con la cabeza sí, sí; sí lo es.
Luego,
le pregunté a bocajarro cómo se había ido fraguando la terrible decisión de
exiliarse en Madrid, y el actor, bajando el tono anímico de su voz una quinta
justa mientras miraba con esos ojos azules al mantel, me narró algunas de las
peripecias que había tenido que sufrir en su tierra. Llevaba años soportando
desplantes, desprecios y ajustes de cuentas. No me lo dijo así, explícitamente,
pero se desprendía del tono de sus palabras, amortiguadas con un paño de tristeza antigua. Había soportado lo indecible; hasta el día en que por primera vez
temió por su integridad física y la de su familia.
Me
dijo que el nacionalismo “ha conseguido sacar lo peor de las vísceras de los
catalanes”, y mientras lo decía hacía un gesto con las manos en el que parecía escarbar
en su barriga para acabar poniendo sus tripas al lado del postre que nos
acababan de servir. Me dijo que llevaba décadas viendo lo que esta panda de
enfermos estaba haciendo con Cataluña sin que nadie hiciera nada por impedirlo.
Y que la cosa no tenía una buena solución. Su mirada, que buscaba un remedio en
el mantel, su voz y su recogimiento físico al hablar del tema denotaban un
cansancio antiguo, una ya abandonada amargura dejada atrás por imposible. Pese
a todo, y quizás porque su gestualidad lo transmitía, me pareció percibir un
brillo de serena esperanza; probablemente, la que tienen los creadores en su
propia juventud eterna. Qué, si no?
Y
en ésas estábamos cuando apareció el Presidente del Club Liberal, quien, sin mediar palabra, se llevó en volandas al homenajeado entre un enjambre de admiradores. Boadella emitió leves sonrisas resignadas y allí quedó la conversación, con las espadas en alto.
Las fotos
Se
llevaron a Boadella para enfrentarlo al mundo. Yo, que me quedé solo frente al
hojaldre relleno de crema que no pudo comerse, me puse a observarlo de lejos. Lo
veías por allí, posando con paciencia infinita con todos los que querían
hacerse fotos con él; mirabas a ese hombre de estatura media, tan delgado, con
el pelo blanco como la nieve; lo veías hablando con todos y pensabas menuda
paciencia tiene este hombre! Ana vino a
rescatarme de la soledad y me llevó al corrillo formado en torno al actor.
De
repente, un señor enorme que llevaba puesto un sombrero lleno de
perlas colgantes, espejitos y estampas comenzó a tocarle porque es un chico excelente con un violín! Yo, que soy nuevo en
esto de lo malagueño, cuando vi a ese
hombre tan trajeado y con ese sombrero tan folclórico tocando toscamente el
violín a 30 centímetros de la oreja de Boadella, me quedé estupefacto! No sabía
si era una performance más de las que
había previsto Ana, o un espontáneo! Además, el contraste entre el estupendo
traje de ese señor y el delirante sombrero que llevaba puesto era chirriante!
Luego, y sin quitarse en ningún momento el gorro de fiestero –así se llaman los que lo llevan en las pandas de
verdiales-, empezó a hablar de toros con el actor y mantuvieron una
conversación calurosísima al respecto. Más tarde me enteré de que el fiestero
del violín era nada menos que el Presidente del Colegio de Aparejadores de
Málaga, un señor muy serio pero con una vertiente folk y taurina imposible de
ocultar.
Las razones del Premio
Tras
hacerme una foto con Boadella –yo también! Por qué no? Al menos, había hablado
diez minutos con él a solas!-, me despedí de Ana y me marché a casa pensando en
que había sido testigo de un milagro. Porque premios se entregan todos los
días, y a personajes célebres, constantemente; pero este Premio Libertad 1812, entregado a Albert Boadella en este momento de la Historia de
España, no era un premio más. El hecho de haber elegido a un catalán, a un represaliado
por las hordas nacionalistas, a un artista que ha tenido que exiliarse en
Madrid para dejar atrás la amargura de sentirse un extraño en su propia tierra
lleva una carga muy significativa. No había ni un solo asistente al acto que no
tuviera clarísimo que el actor se ha convertido en un símbolo de la España
perseguida. La hidra del nacionalismo, en su ceguera calcinante, arremete
contra todo lo que represente lo español,
y si bien Boadella es justo lo contrario de lo que todos conocemos como un español rancio, sí posee una
característica profundamente hispana: la capacidad de volver ridículos todos
los oropeles con los que la pedantería solemne adorna aquello que quiere proteger.
Y si hay algo por lo que se distinguen los nacionalistas es por la pedante
solemnidad con la que intentan dar visos de veracidad
a cada uno de sus histriónicos actos: los rebaños de alcaldes con las varitas
levantadas; la firma de papeles ilegales en los salones más lujosos del art-decó catalán; el canto de Els
Segadors cada vez que caga una paloma sobre la estatua de Rafael Casanova, y
tantas otras pedanterías insufribles para una inteligencia media-alta.
Boadella,
en su modestia, se define como un bufón.
Y aunque todos sabemos –y él- que es mucho más que eso, sí es cierto que en su
carácter hay algo bufonesco, una importante veta capaz de burlarse (esa es la
principal tarea del bufón!) de casi todo lo sagrado. Haberse reído públicamente
de las bravatas de Jordi Pujol en su desternillante Ubú, President, obra en la que, como un Nostradamus barcelonés,
profetizó el que con los años iba a ser el mayor desfalco de fondos públicos a
manos de un clan familiar –“me quedé corto”, dijo al respecto en la entrega del
Premio- fue lo que hizo estallar el rencor nacionalista, esa bomba construida a
base de odio, arcanos complejos de inferioridad, paletismo chauvinista,
desprecio por la inteligencia y, sobre todo, un inmenso terror a la libertad de expresión. A partir del año 1995,
fecha en la que la estrenó, las puertas institucionales se le cerraron en toda
la Cataluña oficial. Si los nacis –semiocultos
por aquel entonces bajo la falacia conocida como nacionalismo moderado- veneraban como a un dios
hitita al molt honorapla, y siendo
tan esclavos de lo solemne como todos los nacis son, imagínense ustedes cómo
les sentaría que un catalán cañí –nacido en el corazón de la Barcelona de la
posguerra- se cachondease pública y notoriamente de los discursos pretenciosos,
de la supuesta superioridad de la raza
catalana y de las ínfulas supremacistas de un ridículo enano calvo al que
además pintaba en las tablas como un vulgar ladrón de cuello blanco! Cada
representación de la obra era un frasco de vitriolo arrojado a la cara del
nacionalismo!
Tres cipreses. Tres verdades.
No
pudieron soportarlo. No pudieron sufrir que el barco comenzara a hacer aguas
por todas partes a causa de aquella brecha abierta en el casco, a causa de
aquel torpedo –Ubú, President- que
impactó de lleno bajo la línea de flotación de sus quimeras supremacistas. Por
ello le lanzaron el anatema. Por ello lo han perseguido. Lo han difamado. Lo
han amenazado. Y, traspasando ya el umbral de lo verbal para meterse de lleno en
la antesala de la agresión física, llegaron a talarle los tres cipreses que tenía
en su casa del Ampurdán. Tres cipreses que lucían -como lucen todos los
cipreses- apuntando al cielo como llamas verdes y que estaban pegados a la
tapia de su casa por fuera. Tres hermosos árboles llenos de vida y de historia
que pertenecían a la finca del actor. Aprovechando la ausencia circunstancial
de Boadella y que la parcela no estaba vallada, unos nacis hijos de perra se
acercaron sin dificultad a los cipreses para asesinarlos impunemente y arrojar luego
sus cadáveres manieristas dentro del patio del dramaturgo. Cuando el actor
regresó de su viaje, se encontró los tres cipreses muertos y arrojados dentro
de su patio.
No
quiero saber lo que pensó Albert Boadella cuando vio aquello; no quiero
imaginar qué suerte de amarguras combinadas pudo sentir un hombre como él, un
catalán de pura cepa cuya vida es el teatro, la comunicación de emociones, el
manejo de la sátira como tabla de salvación para no naufragar en mitad de este
océano de imbéciles en el que chapoteamos. No sé qué llegó a sentir; pero,
indomable, se sobrepuso a la agresión y pocos días después colocó en la tapia
en donde habían vivido los cipreses un cartel blanco escrito en catalán con
letras de molde negras y bien grandes en donde se leía lo siguiente: “Aquí crecían tres cipreses. Unos cobardes
los cortaron una noche. Quieren imponer el pensamiento único en Cataluña".
Todo
lo que decía el cartel es cierto. Tres verdades como tres supernovas. Ahí
crecían y vivían tres cipreses: primer hecho indiscutible. Una noche, unos
cobardes y miserables asesinos los cortaron: segundo hecho indiscutible. Esta
acción execrable es una manifestación del odio hacia la discrepancia, pues no
pueden soportar que alguien manifieste su disconformidad ante la compulsión
nacionalista, y si han de recurrir a la amenaza o la agresión, lo harán, ya que
su objetivo último es imponer un único
criterio, un pensamiento único en toda Cataluña: tercer hecho indiscutible.
La
mera existencia de estas tres verdades escritas en un cartel debería sonrojar a
toda la cúpula separatista, porque fueron ellos, con su inmersión, con su adoctrinamiento en las escuelas, con su lavado de
cerebro diario desde TV3 desde hace décadas los que empujaron a unos cobardes
anónimos –probablemente unos desgraciados- a hacer una barbaridad así en nombre
de no se sabe bien qué. Y si lo hicieron fue porque las instituciones catalanas
llevaban años marcando y señalando a Boadella como lo que efectivamente es: un hombre libre. Y los nacis, si hay
algo que no pueden soportar es a los hombres libres.
La resurrección
Por
eso se le ha concedido este premio: por ejercer su libertad. Pero también porque
Boadella aglutina en sí mismo todos aquellos rasgos que enfurecen y han enfurecido
desde siempre a los totalitarismos, estén éstos maquillados de
nacionalsocialismo de entreguerras, de nacionalismo posmoderno o de comunismo
clásico. Estos rasgos son: el libre discurrir del pensamiento; el difícil ejercicio
de la individualidad; un escepticismo militante; un inagotable sentido del humor;
una insobornable independencia de criterio; la virtud de comunicarlo, y
finalmente la irrefrenable vocación de reírse de lo solemne. Rasgos, todos ellos, característicos en hombres como
Boadella, como Escohotado, como Savater, Ortega y Gasset, Muñoz Seca, Cervantes
y tantísimos intelectuales, artistas y escritores españoles que a lo largo de
la Historia se han descojonado del dogmatismo cerril, del paletismo ilustrado
gracias a su visión compleja del mundo; hombres que han sabido relajar el
Universo porque han acertado a articularlo; que han conseguido flexibilizar la
Vida Real a base de ejercitar un escepticismo cotidiano; personas especiales
que han logrado comprender que la Realidad es cuántica; que no todo lo que se palpa es Materia, y que Lo Inefable
puede perfectamente ser tan carnal como la espalda de una mujer desnuda.
Este
Premio Libertad 1812 se le ha
concedido a Boadella como un grito de auxilio; un grito que sale de la garganta
de los que conceden el Premio. Este galardón procede del vientre angustiado de
los españoles de a pie que, desesperados por ver cómo durante cuarenta años se
ha silenciado el nombre de España por mantener contentos a unos lobos insaciables,
ahora resurgen de sus cenizas al comprobar que aún quedan trozos de patria sin
calcinar en los que apoyarse para alzar la voz y reclamar justicia! Por eso
digo que este Premio no es un premio, sino un milagro; pues milagroso es que España,
hendida por el rayo que no cesa, resurja inesperadamente tras cuatro décadas de
opresión nacionalista, de insultos, de agravios comparativos, de injusticias
económicas y de desprecio por su Historia y su Cultura. Este Premio responde al
mismo espíritu que hizo surgir como un clamor épico las dos manifestaciones
antinacionalistas de más de un millón de personas que han tenido lugar estas semanas
en Barcelona; entronca con esos balcones catalanes que ponen a toda voz el
cutrísimo pero significativo Que viva
España! de Manolo Escobar. Porque este Premio reconoce y ensalza la figura
del español que se rebela, harto ya de sentirse perseguido, vejado, malherido
por el horror a cámara lenta del nacionalismo. Y todo ello se encarna en Albert
Boadella, quien con su sufrimiento personal ha dejado patente que es uno de los
últimos hombres libres que quedaban en Cataluña.
Hay
que aprovechar esta hora de resurrección, porque esta hora es la Hora de
España! No podemos permitir que la industria mediática ni los cárteles políticos
apaguen la llama que se ha encendido ahora en toda la nación! Albert tuvo que
marcharse del pueblecito del Ampurdán en el que vivía porque, en esos días no
tan lejanos, a un hombre así no le quedaba más remedio que luchar desde la más
dolorosa soledad, y tras convertirse en el Gary Cooper de Solo ante el peligro no le quedó más remedio que exiliarse para no
ser liquidado. Pero nosotros, y gracias a hombres como él, somos ahora muchos.
Muchos! La locura desatada de los nacis en los últimos meses nos ha hecho levantarnos y nos ha convertido
en legión! No podemos permitirnos bajar la guardia ahora, ni esconder nuestra
bandera, ni acallar nuestra atronadora voz! Tenemos que negar el voto a aquellos
partidos que no combatan al nacionalismo por derecho y sin ambigüedades! Debemos agruparnos en lobbys ciudadanos para hacernos mucho
más fuertes. Urge hacerlo! Porque, si no, quizás un mal día nos veamos
obligados a poner un cartel blanco en la tapia de nuestra nación en donde se lea
“Aquí crecían tres cipreses”.
Espléndido, Eduardo. Aquellos tres cipreses...Ah, el totalitarismo.
ResponderEliminarMagistral, querido Eduardo.
ResponderEliminarEstuviste, entre los que debes estar, representándonos a todos. Un abrazo.