Artículo de Enric Cabecerans
A nadie se le escapa la barbarie que puede generar el
fanatismo. Hace unos días lo hemos vivido en Barcelona. Individuos
radicalizados y obcecados fueron capaces de matar sin compasión, creando un
pánico injustificado y generando la mayor de las frustraciones a personas
anónimas e inocentes. Los actos de fe en un discurso perverso pueden provocan
este tipo de comportamientos. Lamentablemente, el ser humano, en su inmensa
capacidad para transformar y transformarse, puede convertirse en el peor
enemigo de sí mismo.
Del mismo modo, el monstruo del nacionalismo sigue
alimentándose, en este caso, con la desgracia de aquellos que han sufrido el
golpe del terrorismo. El pasado sábado, las huestes catalanistas aprovecharon
la manifestación convocada en repulsa del terror, para reivindicar la
pretendida diferencia de los catalanes con respecto al resto de los españoles.
Las declaraciones previas de algunos políticos y representantes de las
instituciones catalanas mostraron una absoluta falta de escrúpulos al hacer prevalecer
su discurso de ruptura con el Estado español por encima del drama que se había
vivido días antes. Al final, no hay mucha diferencia entre los que se entregan
a un credo religioso radical y los que se inspiran en un pensamiento
nacionalista, ambos se basan en una dicotomía excluyente, nosotros-vosotros,
fieles versus infieles, catalanes contra no catalanes...
La historia nos explica el modo en que los hombres se han
organizado a lo largo de su existencia, creando, primero, formas de convivencia
basadas en el poder de la fuerza y el miedo, hasta llegar a las actuales
sociedades modernas fundamentadas en un corpus normativo que permite un
entendimiento saludable entre sus ciudadanos, pasando del autoritarismo a la
democracia. Sin embargo, parece que algunos se empeñan en repetir los errores
de antaño, luchas de religión y guerras cainitas entre iguales (recordemos la rebelión
cantonal), que solo traen más dolor.
Por si esto no fuera suficiente, nuestros gobernantes que
debieran contrarrestar los problemas que crean este tipo de pensamientos, están
inmersos en casos de corrupción que les señalan como individuos sin capacidad
para defender el interés común, puesto que se han dedicado a permitir el lucro
personal de unos pocos. De hecho, los partidos políticos a los que pertenecen
estas personas están claramente viciados y han dejado de ser fiables. En
consecuencia, las propias instituciones están repletas de individuos que solo buscan
defender sus intereses o los de sus grupos de pertenencia.
Para resolver esta situación necesitamos un ejército. Sí,
necesitamos un ejército de personas íntegras que quieran combatir la estupidez
humana en términos de Cipolla (el terrorista que se autoinmola es la
personificación de esa estupidez). Combatamos a los fanáticos religiosos y
nacionalistas, a los corruptos y a todos aquellos que se sienten tocados por la
coleta de Dios y que quieren ser ungidos como “el elegido”. Necesitamos
personas que constituyan un ejército cimentado en el mérito y la capacidad y no
solo en la obediencia al que ostenta el poder; personas honestas que sepan cual
debe ser su sitio en base a sus competencias y habilidades, sin que por ello
nadie se sienta de menos.
Nadie es perfecto y nadie es, estrictamente, indispensable,
pero para que una sociedad funcione adecuadamente se hace necesario un cierto
orden. El orden, dentro de las estructuras sociales, se ha construido,
históricamente, sobre la jerarquía. Es decir, un sistema de gradación que
permite una convivencia efectiva a partir de un modelo en el que unos pocos
toman las decisiones que afectan a todo un colectivo. La fuerza bruta y la
tradición han sido los elementos que han constituido las jerarquías
tradicionales. Éstas, junto a la religión, han creado unas estructuras sociales
que están en decadencia porque el pensamiento racional ha progresado en las
sociedades occidentales.
Hoy en día, con una población más instruida y con una
tecnología mucho más avanzada, la jerarquía se construye sobre sistemas de
elección. La democracia ha sido un avance sustancial en la ordenación de
nuestra sociedad, pero elementos como la corrupción provocan la distorsión del
sistema y, por ello, es imprescindible buscar alternativas que eviten una
involución. La vuelta al pasado no es solución.
Vemos como algunos presidentes de Comunidades Autónomas
están imputados por delitos penales. Vemos que la financiación de los partidos
más importantes está en entredicho. Vemos contabilidades en B y sobres con
dinero negro circulando entre políticos… Quizá, la propia idiosincrasia de los
partidos sea la que facilita el deterioro moral de las personas que las
integran. En todo caso, es obligado pararse y examinar a fondo qué es lo que
está fallando. Quizá no podamos determinar si bandas de delincuentes se han
adueñado de los partidos o si estas organizaciones se han transformado, por si
solas, en pura mafia. En todo caso, sería de ilusos pensar que los responsables
del mantenimiento del actual statu quo
estén dispuestos a impulsar los cambios necesarios que impidan la arbitrariedad
con la que suelen proceder.
Aquellos que queremos una sociedad donde prevalezca la
justicia, donde las normas obliguen a todos por igual, donde podamos vivir en
libertad, sin temor a los abusos de poder, necesitamos que la gente honorable
de un paso al frente y se comprometa en la defensa de estos valores, sea cual
sea su credo y sean cuales sean sus sentimientos.
Un buen amigo mío suele recordar que para ser
ingeniero hay que estudiar mucho, pero para ser honesto solo hay que querer
serlo. Como otras muchas cosas, es una cuestión de voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario