Artículo de Eduardo Maestre
Franco
A mí me llevaron en
un autobús y me empujaron hacia unos descarnados vestuarios en donde me puse
unas calzonas negras y una camiseta amarilla de tirantes, igual que todos mis
compañeros de clase. Distribuidos por otros tantos vestuarios igualmente
austeros había centenares de niños de otros colegios poniéndose las mismas
calzonas negras y las mismas camisetas amarillas. Recuerdo vagamente cómo me
llevaron con prisas a través de unos pasillos lóbregos entre empujones y
respiraciones contenidas para acabar sacándome junto a mil niños más a un
descampado árido que por fortuna ese día cubría un cielo nuboso; de haber
lucido el sol que habitualmente calcinaba Sevilla, muchos nos habríamos
desmayado por el calor.
No tendría yo ni
siete años! O quizás los acababa de cumplir. No sé. El caso es que allí me veía
yo, un punto negro y amarillo entre mil puntos negros y amarillos más,
dispuestos todos en escuadras. Sobre aquel enorme terreno arenoso y junto a centenares
de niños cartesianos aguardaba de pie alguna orden que pudiera entender -ésa ha
sido siempre una minusvalía de mi cerebro: mientras que los demás chiquillos
reaccionaban de inmediato ante una frase para mí ininteligible, yo me quedaba bloqueado,
incapaz de desglosar la orden y por lo tanto incapaz de cumplirla. Lo que se
conoce como un verdadero torpe! Por fortuna, en aquella ocasión no había más
que mirar a los niños negroamarillos que me rodeaban e imitarlos. Por lo visto,
desfilábamos! Ya lo habíamos estado ensayando en el patio del colegio durante
varias semanas, y parecía que ahora era el momento de lucirnos.
Y allá que iba yo,
un, dos, papas y arroz, desfilando junto a mil niños más con una marcialidad de
juguete hasta ocupar el inmenso secarral que entonces conocíamos en Sevilla
como Chapina y que era utilizado para entrenar y ocasionalmente celebrar pruebas
de atletismo. Aquel día caluroso y gris de primavera los miles de niños allí
concentrados ofrecíamos la alegre bienvenida de la chiquillería sevillana al
Generalísimo; una chiquillería marcial, perfectamente organizada en escuadras y
entrenada para formar figuras geométricas simples con las que alegrar el
corazón del Caudillo; porque al Caudillo –esto era de todos conocido- le
encantaban las figuras geométricas simples!
Franco era un
puntito blanco al fondo. Si aguzabas la vista, en una especie de palco que
habían montado a ocho mil kilómetros de donde estábamos los geometrizados niños
se podían ver unos bultos oscuros rodeando un punto blanco inmaculado que
parecía levantar una mano a modo de saludo. Ése era Franco! Nosotros, para
alegrar su corazón, caminábamos lateralmente dos pasos, levantábamos los brazos
acompasados por un ruido de megáfonos ocultos y volvíamos a bajarlos. Eso le
encantaba a Franco, por lo visto! La prueba era que desde el lejano palco
llegaba un eco difuso de ovación. Pero el clímax llegó cuando sonaron,
pareciendo romperse entre piedras que chocaban, los primeros acordes del Cara
al Sol, escupidos y deformados por los ocultos altavoces. Y como el perro
de Pavlov, allí los mil niños atronamos el aire con nuestro cara al sol con
la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer… Una ovación cerrada, cargada
de emoción, estalló cuando terminamos de cantar que en España empieza a
amanecer. Muy impactante. A mí, no sabría decir por qué, siempre me
emocionaba esa frase final, y oír aquella ovación me empañó los ojos.
Luego, nos volvieron
a llevar fila por fila y a empujones por los pasillos oscuros hasta los
vestuarios, en donde a empujones nos quitamos las calzonas negras y las
camisetas amarillas de tirantes y en donde a empujones nos vestimos; después,
nos llevaron a empujones por unas escaleras de cemento y a empujones nos
metieron en unos autobuses que no eran los mismos que nos trajeron pero que nos
regresaban, siempre a empujones, a los respectivos colegios. Habíamos desfilado
para Franco! Le habíamos cantado el Cara al Sol, tantas veces ensayado!
En mi colegio, Santo Tomás de Aquino -que, pese al nombre, no era un colegio
religioso-, estaban todos muy contentos. Todos, menos don Fernando Becerra,
nuestro maestro, que ese día no apareció por ninguna parte.
Don Fernando
Don Fernando Becerra
era un maestro al que yo quería mucho, no sé por qué. Era muy serio, muy mayor
y muy estricto; pero algo tenía que me inspiraba más confianza que miedo. Los
demás niños le temían, pero yo no: yo lo respetaba. Un día, tras explicar no sé
qué cosa, dijo que si alguien tenía alguna pregunta que hacer, que se acercara
a la mesa para formularla en voz baja mientras los demás seguían con su tarea.
Y yo, que nunca me enteraba bien de este tipo de sugerencias, entendí mal el
asunto y me acerqué a su mesa para preguntarle la duda que me martirizaba, que
nada tenía que ver con lo que acababa de explicar en clase. Dime, Maestre -dijo
mientras reordenaba los papeles de su mesa. Don Fernando -le pregunté-: qué es la Antimateria ? Don
Fernando Becerra paró en seco la tarea de reubicar folios, carpetas y lápices;
me miró espantado por encima de sus gafas y me dijo ¿la Antimateria ? Pero tú
qué sabes de eso? Eso no lo sabe nadie! Yo, sin embargo, no me amilané, y me
atreví a decirle pues mi padre sí lo sabe, a lo que don Fernando, sonriendo de
manera extraña (no sonreía casi nunca) me dijo pues si lo sabe tu padre, dile a
tu padre que se lo diga a los físicos de la NASA , que la están buscando todos como locos y
nadie la encuentra! Ahora resulta que nadie sabe lo que es la Antimateria y tu padre
sí lo sabe! Anda, anda, siéntate en tu sitio, Maestre!
Me volví a sentar en
mi pupitre muy marchito, pues por lo visto y según don Fernando mi padre no podía
saber qué era la
Antimateria ! Y ya me estaba hundiendo en los pensamientos más
lóbregos cuando el maestro me llamó a su mesa y me dijo en voz baja y con un
registro dulcísimo dile a tu padre que me llame, que quiero preguntarle en
persona qué es la
Antimateria.
Al llegar a casa, le
conté a mi padre lo sucedido y le hizo muchísima gracia, lo cual me mosqueó
bastante. Y ya lo que acabó de sumirme en una nebulosa de emociones
contrapuestas fue que mi padre me dijera que, en efecto, él no sabía qué era la Antimateria ! Eso era
el colmo! Pero si tú me lo contaste el otro día! -protesté. No –me dijo-; lo
que yo te dije el otro día es que hay una sustancia negra indefinida que los
científicos llaman Antimateria y que no saben aún de qué está compuesta. Y
añadió, con la misma sonrisa paternalista que usó don Fernando, si no lo saben
los científicos de la NASA ,
cómo lo va a saber tu padre?
Muy mal! Muy mal mi
padre por haberme confundido hasta el punto de hacerme creer que sabía lo que
era la Antimateria
cuando en realidad no lo sabía nadie aún! Muy mal don Fernando por mandarme a
sentar sin resolver el asunto! Y sobre todo muy mal los dos por decir, sin
haberse puesto de acuerdo, la misma frase sobre los científicos de la NASA ! Eso era lo peor! Así
que le dije a mi padre, muy enfadado, que don Fernando me había dicho que lo
llamara. Y al día siguiente, mi padre lo llamó.
De esa llamada
surgió una amistad paralela al colegio; una relación interesantísima en la que
don Fernando y mi padre se prestaban libros que nadie debía leer. En mi casa
llegué a ver, ocultos tras los libros que habitualmente poblaban las
estanterías del salón, La
República , de Platón; Democracia, de Giscard
D’Éstaing; El Capital, de Karl Marx, y otros muchos cuyos títulos y
autores he olvidado pero que recuerdo como libros vetados. Ya me habían prohibido leer la colección encuadernada en
piel azul que dominaba el centro del mueble de los libros, y que no era otra
que la de las Novelas de Alejandro Dumas! Un veto que yo consideraba
absurdo, pues Dumas era el autor de Los tres mosqueteros y de El
Conde de Montecristo, películas que habíamos visto mil veces y que no me
parecían contener asuntos turbios; pero mi madre insistía en que la Iglesia había vetado la
lectura de Alejandro Dumas a los niños hasta que éstos cumplieran los catorce
años y que aún no podía leerlas. Yo veía a diario los títulos (El tulipán
negro, La Reina
Margot , Las dos Dianas, El Vizconde de
Bragelonne, Las lobas de Machecul…) y me parecía una estupidez que la Iglesia Católica
no me dejara leer estas novelas hasta los catorce años. Una soberana estupidez.
Pasaron los años, y
un día, de repente, se murió Franco! Estuvimos no sé si una semana entera sin
ir al cole! Fue maravilloso! Pero cuando volvimos, yo me fijé en que don
Fernando estaba muy nervioso. Ya hacía años que no era mi maestro, pero seguía
siendo un pilar central de la estructura del colegio y entraba y salía de las
clases de los demás; cogía cosas; se iba; estaba en el despacho del director;
guardaba libros en cajas. Se le veía muy inquieto, quiero decir. Me vio bajando
unas escaleras y me llamó: Maestre! Esperó a que terminara de bajar las
escaleras y llevándome a un aparte me dijo, con una voz bien distinta de aquella
que usó años atrás con lo de la
Antimateria : Maestre, dile a tu padre que me llame. Así se lo
comuniqué a mi padre, y supongo que éste lo llamaría. No sé de qué hablaron,
pero sí recuerdo que todos los libros que don Fernando había prestado a mi padre
se quedaron en mi casa para los restos. Por alguna razón inexplicable, no quiso
don Fernando que mi padre se los devolviera.
Tomás
Don Fernando tenía
un hijo que se llamaba Tomás. Tomás Becerra. Por las carambolas antropológicas
que los barrios ofrecen formaba parte de la pandilla de mi hermano Ramón,
compuesta por varones entre 10 y 12 años mayores que yo. A mi casa venían
Tomás, Alfonso Juan, Joaquín y otros que no recuerdo a recoger a mi hermano e
irse por ahí. Yo quería muchísimo a Alfonso Juan, que era nuestro vecino de al
lado y un tío fantástico que me dedicaba largos ratos para jugar y para que yo
le leyera cosas. Tomás Becerra era gracioso pero algo imprevisible. Ser hijo de
don Fernando no le daba carta blanca para imponer su voluntad, y siempre estaba
al socaire de lo que mi hermano y los demás decidieran hacer. Además, no se
parecía en nada al padre: don Fernando era un hombre grave y ocupado en su
intelectualidad personal de maestro eterno mientras que Tomás, su hijo, era una
cabra simpática y algo superficial.
Un día Tomás, que
hablaba muy fuerte y con una voz muy aguda, estaba a gritos con mi hermano en
la escalera de mi casa discutiendo de no sé qué asunto. Se me quedó mirando
desde sus dieciséis años y me dijo y tú qué miras? A lo que yo, desde mis
cuatro añitos pedantísimos le espeté algo que acababa de leer o escuchar en
algún sitio y que estaba deseando decirle a alguien: eres un esquizofrénico
paranoico. Tomás se cabreó y me amenazó con cogerme y pegarme. Afortunadamente,
mi hermano Ramón me metió en casa y ahí se quedó la cosa. Pero pocos día
después, Tomás se presentó en mi casa con intenciones ocultas; esperó a
quedarse a solas conmigo (yo tenía cuatro años!) para sacar un muñequito de los
que entonces estaban de moda; un muñequito de unos 5 centímetros de
altura cuya cabeza era una bola de pelo sintético que ocupaba todo el muñeco.
Esos pelos estaban rociados de polvos pica-pica. Y me refregó por la cara el
muñequito. Por la cara, por los ojos, por la nariz y por la boca. Inmediatamente,
me puse a gritar de dolor –imagínense ustedes!- y Tomás puso pies en polvorosa.
Mi madre y mi
hermana Adriana (que era catorce años mayor que yo) me atendieron tras la
agresión echándome mucha agua, y todo quedó en un gran susto. Cuando llegó mi
padre -que era practicante- del hospital en donde trabajaba, a mí ya se me
había pasado el sofocón, pero tenía aún los ojos algo hinchados. Le contaron el
episodio y mi padre prohibió desde ese instante a Tomás Becerra el acceso a
nuestra casa sine die. Lo que vino después lo tengo en mi
memoria entre brumas, pero creo recordar que Tomás, muy arrepentido y con
absoluta seguridad empujado por su padre, don Fernando, vino a mi casa a pedir
perdón a mis padres y a mí. Creo que mi padre le puso las peras al cuarto. Pero
lo perdonamos, y Tomás pudo volver a entrar en mi casa. Y lo cierto es que
nunca volvió a ocurrir nada malo y hasta llegué a tomarle cariño, pues en
realidad era un tipo divertido.
Años después, cuando
murió Franco, nos enteramos por mi hermano Ramón de que Tomás era comunista. Lo
que le faltaba al pobre! –dijo mi padre. Yo, que tenía ya catorce años, veía a
Tomás –que tendría 26- como la cabra loca que siempre había sido: muy blanco,
con el pelo negro al estilo Cristóbal Colón y un mostacho negro impresionante
muy de los años 70. Su voz aguda y chillona salía de las profundidades de ese
mostacho y me decía Eduardito: tienes que unirte a las Juventudes Comunistas,
que tú siempre has sido un niño repipi pero hablas muy bien! El futuro,
Eduardito, es el comunismo! El comunismo es la libertad, Eduardito! Y yo le
sonreía, pero para mis adentros rechazaba absolutamente la oferta etérea de una
libertad que a mí no me faltó nunca; una promesa de libertad ofrecida, además,
por alguien capaz de planear y ejecutar en frío una venganza consistente en
frotar la cara de un niño de cuatro años con polvos pica-pica. Si éste me
quiere vender el comunismo, mal asunto debe ser el comunismo, sentía yo en mi
interior.
Así que decidí salir
de dudas y un buen día le pregunté a mi padre qué era el Comunismo. Y mi padre,
que lo había leído todo, me dijo que
el Comunismo era una ideología cuyo objetivo era conseguir la erradicación de
la pobreza y que todos los hombres fueran iguales, a lo que añadió que, a su
juicio, era imposible de aplicar, pues todos los hombres son distintos, y que
si un ingeniero cobrase lo mismo que un peón, nadie estudiaría ingeniería, y
que si los hombres más trabajadores vieran que los vagos cobran lo mismo que
ellos, dejarían de esforzarse. Mi padre, además, me dijo que ya se habían
aplicado las ideas comunistas en Rusia y en China, y que ambos países tenían
unos niveles de pobreza y miseria nunca antes igualados, además de que sus
dirigentes habían tenido que matar a millones de personas por atreverse a
levantar la voz. Eso era el Comunismo? Hambre, dolor, miseria y muerte?
Entonces –le dije-, por qué quiere Tomás que yo me meta en las Juventudes
Comunistas? Y mi padre, sonriéndose, zanjó el asunto: porque Tomás está como
una cabra!
Fali
Yo aprendí a tocar
la guitarra con 13 años. Recibía clases particulares de una señora mayor que se
ganaba la vida dando clases de guitarra y cogiendo puntos de medias. Angelines,
se llamaba. Angelines habría cumplido ya los cincuenta y era todo un carácter;
tenía los ojos encendidos de una actriz del Neorrealismo italiano, la voz
gutural y muy mal carácter. Me dio tres meses de clases y dejó de dármelas
súbitamente porque yo no tenía disciplina. Decía –y con razón- que no le hacía
los ejercicios, sino que me dedicaba a sacar las canciones de los Beatles, las
sintonías de los anuncios y cualquier otra cosa salvo sus ejercicios. Así nunca
llegarás a nada en la Música , resonó su sentencia
gutural en la puerta de mi casa, desde donde me lanzó una mirada de Anna
Magnani para darse la vuelta y no volver jamás.
Sin embargo, yo
dedicaba muchas horas diarias a la guitarra! Y la verdad es que tenía una
facilidad asombrosa para construir la secuencia de acordes de casi cualquier
canción. Como me había dado cuenta de que las niñas se acercaban a los que tocaban
la guitarra decidí meterme en el coro parroquial de la Hermandad de Los
Negritos, donde había varias niñas amigas de mi hermana Aurora, una de las
cuales me gustaba. Al final, resultó que la niña que a mí me gustaba no estaba
ya en ese coro, pero como me enteré de que yo les gustaba a otras dos, pues ésa
fue razón más que suficiente para, con quince años, dedicar un buen rato diario
al universo simplicísimo de la música parroquial, donde Do era Do, Fa era Fa y
ahí sí que no había discusión posible.
En ese coro de Los
Negritos había otro muchacho, bastante mayor que yo, que también tocaba la guitarra.
Se llamaba Fali. Si yo tenía por aquel entonces 15 años, él tendría 20. Poseía un
esqueleto que quería lucirse como tal; una estructura ósea que claramente pugnaba
por salir a través de sus tendones; fibroso y con las articulaciones marcadas
en el cuero de su piel, su cabeza era como una calavera distinguida que siempre
miraba a lo lejos.
Fali era de la UJCE , la Unión de Juventudes
Comunistas de España. Pero no un miembro más, sino un jefecillo, un cargo
específico. De eso no hablábamos durante los ensayos del coro, pero recuerdo
que yo lo contemplaba con cierto resquemor. Hay que tener en cuenta que Franco
llevaba muerto año y medio, que estábamos al principio de lo que hoy se conoce
como Transición, que la
Constitución española no se había hecho aún y que el Partido
Comunista estaba no solo prohibido sino perseguido! Y Fali, que estaba en el
coro de Los Negritos, era un comunista! Y con responsabilidades en el partido!
Supongo que ligaría muchísimo! Mientras tocaba la guitarra parecía mirar
siempre a un horizonte que no existía, clavando desde el fondo de su calavera
insistente unos ojos verdes que se ensoñaban en un paisaje que no veíamos.
Una tarde no pudimos
ensayar porque estaban limpiando la plata del paso de la Virgen , y había un
destacamento de señoras con pañuelos en la cabeza y en la boca utilizando
productos tóxicos que, por lo visto, dejaban la plata como los chorros del oro.
Nos echaron del sitio habitual de ensayo. Pero como no queríamos marcharnos a
la calle nos reunimos informalmente en uno de los saloncitos de las
dependencias de la Hermandad. Fali
sacó su guitarra y se puso a cantar canciones con mensaje; canciones que venían del otro lado del Atlántico y que
hablaban de Puerto Mont, de niños yunteros, del Ché Guevara y de no sé qué
trabajadores de la zafra que fueron asesinados; unas melodías muy bonitas cuyas
letras eran indescifrables para mí y creo que para todos. Como yo había tenido
hasta hacía poco una novia guapísima que cantaba como los ángeles, conocía algunas
de esas canciones por haberlas tocado para acompañarla mil veces. Decidí cantar
Soldadito de Bolivia. Y aunque mi voz
no podía compararse con la maravillosa voz de Mari Carmen –que así se llamaba
mi exnovia guapísima-, la canté para todos en aquel saloncito parroquial de los
Setenta.
Soldadito de Bolivia decía frases como “…armado vas de tu rifle,
que es un rifle americano…”; “…te lo dio el señor Barrientos, regalo de míster
Johnson, para matar a tu hermano…”; “…la hora no es de pañuelos, sino de
machete en mano…” y otras igualmente crípticas para mí. Cuando acabé de
cantarla, Fali abandonó su vigilancia eterna a ese horizonte que solo veía él y
dirigió su mirada de vigía a mis ojos para preguntarme oye: tú sientes la letra de esa canción? A lo
que yo respondí enfatizando la palabra clave de su pregunta: sientes? Sí –me dijo-: que si entiendes
lo que estás cantando. No –me atreví a reconocer-; yo no solo no siento lo que dice la letra sino que
no tengo ni idea de qué está hablando. Y entonces –añadió Fali echando hacia
arriba su mandíbula de cráneo modélico-, por qué la cantas? No tardé ni un
segundo en responderle: porque me gusta la melodía. Movió sus parietales
perfectos hacia ambos lados buscando cómplices y sentenció: por lo menos, es
sincero! Tras lo cual, y como un Yorik sedado, volvió a sumirse en su otear sin
horizontes.
Por lo menos, yo era
sincero! Esa frase se quedó engarzada en mi ventrículo derecho durante muchos
años. El capo de los comunistas jóvenes sevillanos en la clandestinidad había
sido magnánimo con un adolescente que reconocía no saber lo que querían decir
las canciones que cantaba. Afortunadamente no siguió interrogándome, pues la
misma sinceridad que valoró tan positivamente y que me valió de salvoconducto
para librarme de ingresar en su ya abarrotada checa conceptual habría barrido
de su inquisitiva calavera todo rastro de piedad de haberme preguntado qué
pensaba yo del universo comunista del que sin duda emanaban todas esas
preciosas canciones. Uf! Se habría liado parda!
Toribio
En la Facultad de
Filología teníamos la suerte de estar asistiendo a clases en el edificio de la
antigua Tabacalera, en la calle San Fernando, pegados al hotel Alfonso XIII,
donde no sólo estaba la Facultad de Filología, sino también la de Historia. Y a
nuestras espaldas, y mirando hacia la estatua del Cid Campeador, teníamos a los
de la Facultad de Derecho con todas sus banderitas de España en el reloj y toda
su gomina a cuestas. Estudiábamos en el mismo edificio en el que Carmen la de
Merimée guardaba una faca en su liga para ajustar cuentas con quien la
soliviantara mientras liaba tabaco como quien hace gnochii. Todos asistíamos a clase en el mismo magnífico edificio de
la antigua Tabacalera: los hippies de Filología; los progres de Historia y los
fachas de Derecho. Eso sí: eran universos estancos; los de Historia o Filología
jamás íbamos a la cafetería o a los pasillos de Derecho, ni viceversa. Jamás.
No sólo nos dábamos la espalda en lo tocante a distribución de dependencias,
sino en lo que atañía a la propia existencia del otro. Nos dábamos la espalda ontológicamente,
por decirlo de una vez.
Por la cafetería y
el campus de la Facultad había un universitario del que nunca supe con certeza
si era estudiante de Filología o de Historia. Sé que no era de mi curso, porque
jamás lo vi en las clases. Tenía la cabeza como un asterisco, completamente
cubierta de pelo negro e hirsuto; una pelota de pelo rizado de casi medio metro
de diámetro en la que quedaban como semienterradas unas gafas cuadradas de
pasta negra tras las que se dejaban ver con dificultad dos ojillos miopes cuya
inexpresión quedaba desmentida por una boca que hablaba mucho, constantemente y
muy fuerte. Se llamaba Toribio, aunque todos le llamábamos Tori -haberlo
llamado Toribio hubiera sido un despropósito, porque en general nos caía bien y
porque no hay quien pueda arrastrar la propia vida llamándose Toribio!
Tori siempre estaba
soliviantado. Había que nacionalizarlo todo! Si fuera por él, la cafetería de
la Facultad debería ser nacionalizada y pasar a controlar el café y las
tostadas de zurrapa de lomo! Acto seguido te pedía en una colecta relámpago cinco
duros que le faltaban para pedirse un sol y sombra, iba a la barra y volvía con
su bola de pelo gigantesca en la que desaparecía por un momento la pequeña copa
de alcohol para resurgir acompañada de un discurso sobre el Mayo del 68, una
época en la que por lo visto se abrió el Parnaso para iluminarnos a todos, pero
en la que él tendría seis o siete años y la habría pasado pegándole patadas a
las piedras en Badolatosa, su pueblo. Nosotros lo sufríamos porque era muy
simpático, pero nadie podía afirmar a ciencia cierta dónde estaban sus libros,
sus apuntes o su mochila. Tori era un apóstol jovial, un evangelista del
comunismo incapaz de penetrar la fina piel del mismo; era verlo llegar, siempre
sin libros, y sólo el alegre flotar de su pelo esférico prometía evadirnos
durante un rato de nuestros graves asuntos en un universo superficial y
divertido.
Un día vino a la
Facultad Juan Goytisolo a dar una conferencia que resultó divertidísima y
deslumbrante; sobre todo por la brillantez del escritor, que respondía a
cualquier pregunta con una capacidad y una lucidez asombrosas. Nosotros, los
tres o cuatro que nos juntábamos siempre para todo, fuimos a verlo y pudimos
coger sitio en un lateral del Aula Magna de Historia. Goytisolo, flanqueado por
catedráticos y adjuntas, hablaba casi recostándose en la ancha mesa que
presidía el aula con una voz clara y sonora. Cuando se abrió el turno de
preguntas, muchas manos se alzaron para saber su opinión sobre cuestiones
literarias e incluso universitarias. Pero al otro lado del aula atestada,
sobresaliendo como un peluche nerviosísimo, Tori levitó unos instantes por
encima de la masa estudiantil para bramar por qué ha estudiado usted la carrera
de Derecho? Goytisolo no dudó un instante en responder: mire, yo siempre quise
ser escritor; un escritor libre; un escritor que se dedicara a escribir, y la única carrera que me
permitía abrazar la Literatura sin reglas ni cortapisas fue la que elegí: la de
Derecho. A lo que estalló una carcajada general seguida por una cerrada ovación.
Estaba claro que nos reíamos porque no nos estábamos enterando de lo que
acababa de decir: Goytisolo nos había dado una bofetada brutal, pues quien
creyera que estudiando Filología iba a llegar a escribir bien, estaba listo! La única forma de llegar a la Literatura, según
el escritor, era huir de los dispensarios oficiales de la misma! Pero Tori,
inaccesible a la ironía, dio un paso más; esperó a que los aplausos comenzaran
a extinguirse y gritó ¿no cree usted que hay que nacionalizar Iberia? Se hizo
un silencio extraño y Goytisolo no respondió, sino que se quedó mirando a ese
peluche con gafas del que parecían salir preguntas extrañas, miró hacia otro
lado y dio la palabra a una chica que le preguntó no sé qué asuntos sexuales de
Luis Cernuda. Tori volvió a sumergirse entre la masa universitaria y
desapareció de allí. Cuando, pocas semanas después de la visita de Goytisolo,
acabó el curso no volvimos a verlo más.
Qué pesadez, no? A
qué venía destruir la magia de una presencia tan imponente con preguntas como
la de la nacionalización de Iberia? Pero qué le pasaba a Toribio, coño? ¿No
veía que se había creado un ambiente de fervor hacia la Literatura? Para una
vez que entraba en la Facultad un verdadero escritor con toda su complejidad a
cuestas, tenía que venir un monomaníaco como Tori para hacer hincapié en
asuntos que no le interesaban a nadie! A Goytisolo, desde luego, no le
interesaba lo más mínimo la nacionalización o no de la compañía aérea! De
hecho, al salir de la magistral conferencia comentamos la inoportunidad de
nuestro compañero y todos estuvimos de acuerdo en que estaba colgado. Yo, además, percibí en la
testarudez de Toribio esa sensación extraña que me provocaban las películas de
nazis, en donde lo que más miedo me daba no eran las terribles imágenes del
Holocausto sino la convicción y el dogmatismo cerril que los civiles alemanes
demostraban cuando en cualquier cena o reunión familiar hacían una alabanza del
Führer ante los presentes. Pero cómo podía ser? Si Tori era un comunista, no un
nazi! Esto me desasosegaba! Hasta que encontré el punto común de ambas
doctrinas: el dogmatismo ciego y empecinado! Fue la primera vez en la que
encontré un paralelismo incontestable entre los nacionalsocialistas hitlerianos
de las películas y los comunistas de salón; paralelismo que, pese a haber hallado
el punto común, me siguió atormentando porque nazismo y comunismo eran enemigos
irreconciliables. O eso nos habían dicho a todos. Dios mío de mi vida! Qué
joven era yo aún!
Muchos años después,
cuando me estaba tomando mi café solo en el precioso Bar Laredo, cuyas ventanas
enormes dan a la fachada trasera inconclusa del Ayuntamiento sevillano, vi
aparecer a lo lejos una manifestación de las de pancarta y megáfono. Un
numeroso grupo de vociferantes sindicalistas de Comisiones Obreras pedía menos
horas de trabajo y más dinero para no sé qué sector de la exigua industria
sevillana. Coño, otra manifestación! –me dije, mientras ponía bocabajo el libro
que me estaba leyendo. Como pasaban lentamente, casi arrastrándose en dirección
a la puerta del Ayuntamiento que estaba justo detrás, decidí aprovechar esta
lentitud para buscar una característica física común entre los manifestantes;
no sé: algún aspecto frenológico que compartieran; una caída de ojos; unos
pómulos hundidos; algo, en definitiva, que me permitiera catalogar fisiológicamente a los sindicalistas. De
repente vi cómo medio megáfono se hundía en una enorme bola de pelo negro
conocida. Me levanté de mi silla y me puse a vociferar hacia los manifestantes
Tori, Tori! La bola de pelo giró sobre su eje central, se apartó el megáfono,
me miró un momento y, saliéndose de la marcha zombi, se abalanzó hacia la
enorme ventana del Laredo para darme una especie de abrazo con pegatinas. Coño,
Eduardo! Qué haces aquí? –me dijo mientras el megáfono pendiente de una cuerda
daba golpes contra el pretil de la ventana. Que qué hago yo? –le respondí- ¿Qué
haces tú ahí con el megáfono? Yo? –me
respondió a gritos, ya que los Walking
Deads volvían a gritar consignas- Yo tengo que llevarlos a machacar al
alcalde, y ya vamos tarde! Pero ¿tú estás metido en Comisiones Obreras? –le
pregunté con poca sorpresa. Tori se rio desde las profundidades de su bola de
pelo antes de decirme golpeándome el hombro pero si soy el Secretario Provincial!
Acto seguido vinieron dos hombres sin sentido del humor que parecían un collage de pegatinas y lo arrancaron de
la ventana del Laredo. Toribio se despidió en volandas y regresó a la
pesadísima tarea del megáfono perdiéndose entre la muchedumbre como un peluche
en una cama deshecha.
Paco
Mi hermana Adriana
–la mayor de los cuatro hijos de mi madre- tenía un amigo de toda la vida que,
más que un amigo propiamente dicho, era el hermano de una amiga suya de toda la
vida. El hermano raro. Se llamaba
Paco, y no era raro porque en sí mismo
pudiera parecértelo si te lo presentaban, ya que a pesar de ser un un tipo
parco en palabras tenía modales exquisitos, trato dulcísimo y voz serena. Paco
era raro por lo que llegó a hacer en su vida profesional.
Paco formaba parte
de una familia sevillana adinerada; una familia de hosteleros de rancio
abolengo. Tenían restaurantes de lujo en el corazón de la ciudad. Uno de ellos,
muy conocido y frecuentado, abría sus puertas en la mismísima plaza donde están
la Catedral, la Giralda y el Palacio arzobispal. E igualmente tenían otros
tantos restaurantes y bares de alto copete distribuidos por las zonas céntricas
de Sevilla. Paco era parte integrante de lo que se conoce como una familia bien. Pero decidió abrir por su cuenta un
restaurante al lado del Hospital de los Venerables, cerca del río Guadalquivir,
la Torre del Oro y la plaza de toros de la Maestranza; vamos: en un sitio
extraordinario. Durante unos años todo fue bien; Paco recibía personalmente a
muchos clientes con su voz de infusión de jengibre, y ni su calva ni su bigote
a lo Freddy Mercury modificaban esa serenidad que sus pocas pero dulces
palabras te conferían siempre. Su presencia era un estanque japonés. Su
atención, un baño árabe para el espíritu. Paco era la calma.
Un buen día me llevé
a toda la Tuna de Filosofía y Letras de Sevilla –mi tuna- a comer al Torre del
Plata, que así se llamaba el restaurante de Paco. La tuna quería hacer una
comida importante para celebrar los últimos certámenes que habíamos ganado dentro
y fuera de Sevilla, y yo los convencí para ir allí. Para mi sorpresa, en mitad
de la comida se levantó muy solemne el Jefe de la tuna y dio un discurso de
agradecimiento –completamente
inesperado, os lo juro!- en el que en nombre de todos agradecía mi capacidad
como director musical de la tuna. Y para dar carácter oficial al discurso, sacó
una preciosa placa plateada que los muy tunantes habían encargado a mis
espaldas y entre unos cuantos me hicieron entrega oficial de la misma. Yo no
sabía dónde meterme, porque jamás me habían hecho un homenaje y además no me
creía merecedor del mismo; no por modestia, que nunca la tuve, sino porque yo
había hecho en la tuna lo que sabía hacer: montar canciones lo mejor posible.
Pero lo cierto es que Filosofía tenía (y sigue teniendo) una cantidad de trofeos
y primeros premios nacionales e internacionales de mucho cuidado. Así que,
agradecido y emocionado como Lina Morgan, recibí la preciosa placa.
La placa era tan
bonita, tan fina y labrada con tan buen gusto que cuando ya nos íbamos, después
de habérnoslo bebido y comido todo y de haber cantado hasta las canciones de la
Piquer, Paco me pidió el favor de dejársela al restaurante para exhibirla tras
la barra principal de la entrada durante un mes, a fin de que los turistas
vieran que allí ocurrían cosas interesantes relacionadas con las tunas. Yo, en
el fragor del vino y los cubatas, le dije que se la quedara sin problemas. Pues
bien: después de un mes expuesta, al parecer dos chicas inglesas muy simpáticas
que aparecieron por allí se enamoraron de la placa consiguiendo engatusar no sé
cómo a uno de los camareros para que éste se la diera. El camarero desconocido
cedió; les dio mi placa conmemorativa y las guiris volvieron a su Londres natal
con la placa en las maletas.
Cuando Paco se
enteró de que el símbolo de mi homenaje había sido regalado a dos inglesas
cogió un sofocón histórico. Llamó a mi hermana Adriana deshecho en disculpas, y
ésta me llamó a mí, que ni me acordaba de la placa de las narices! Pero la
historia no quedó ahí. Dos años después de que la placa viajara a la pérfida
Albión sin permiso, cuatro tunos de El Bosco, tuna hermana de Filosofía pero
con un currículo de golferías más que notable, viajaron a Inglaterra vestidos
de tuno y con la intención de pasarlo bien. Uno de los cuatro tuvo la fortuna
de pasar una noche de sexo en casa de una chica inglesa, y al despertar,
mientras cruzaba el salón camino del cuarto de baño del apartamento londinense,
se dio de bruces con una placa en la que la Tuna de Filosofía y Letras de
Sevilla agradecía a Eduardo Maestre bla bla blá. Cuál no sería la sorpresa del
tuno de El Bosco al encontrarse esa placa con mi nombre en casa de una desconocida!
De manera que se la escondió en la casaca del traje y se la robó a la ladrona inglesa,
obteniendo sus cien años de perdón y regresando a Sevilla con el botín! Eso sí:
la placa no la vi nunca más, ya que el que se la trajo de vuelta y yo habíamos
tenido una mala experiencia mutua en Venecia años atrás y no nos tragábamos.
Pero esa es otra historia.
Poco después de la
historia de la placa boomerang, el Torre del Plata cerró un buen día. Y en una
de las cenas de Nochebuena que se celebraban –y aún se celebran- en casa de mi
hermana Adri, a las que yo acudía siempre antes de venirme a vivir a Málaga, en
el recorrido en eses de una conversación cualquiera le pregunté por su amigo
Paco y el restaurante, a lo que mi hermana mayor me respondió muy apenada: ay,
chato, lo cerró! Y eso? –le dije, muy sorprendido- Si le iba estupendamente!
Pues porque Paco –me contó mi hermana-, que tú ya sabes que él era muy de
pintar cuadros, muy artista y muy bohemio (yo, de esto, no sabía nada) decidió
que todos sus empleados, los camareros, los cocineros, todos, tenían que cobrar lo mismo que él, y empezó a repartir los
ingresos del negocio a partes iguales! Se le metió en la cabeza que él no podía
ganar más que sus empleados, que él no podía ganar más que sus empleados y que
había que dividir las ganancias en partes iguales… Y la cagó! Porque empezaron
a pasar cosas raras: unos que echaban en cara a otros que si no sé qué que si
no sé cuánto; otros que si no sé quiénes trabajaban menos; otros empezaron a
escaquearse de las responsabilidades, y un negocio que iba viento en popa se
hundió! Pero –le dije a mi hermana- por qué hizo eso Paco? Y Adri, mirándome
con una cara mezcla de compasión y reproche velado me dijo pero Eduardito,
hijo: ¿tú no sabías que Paco es comunista?
Me quedé
estupefacto! Paco comunista? Pero si yo lo había visto en Rota, en la terraza
del piso de Adri, junto a su hermana y la mía comiendo pipirrana! Si un día que
aparecí por su restaurante, el pobre, deshecho de dolor, me había pedido
disculpas durante media hora por lo que había ocurrido con la placa! Si nunca
vi un defensor tan sólido del concepto de propiedad privada! Paco, comunista?
Dios mío! Un tío tan encantador…
Mis comunistas
No puedo hablar mal
de Paco. Paco era un hombre buenísimo. Ni de Tomás, ni de Fali, ni de Toribio.
Y mucho menos, de don Fernando, que era un gran tipo. Pero está claro que todos
ellos eran comunistas convencidos; religiosamente
comunistas, que es la única forma de serlo. Fueron, además, mis comunistas; los comunistas que yo
conocí de cerca. Y nada puedo achacarles porque nada malo me hicieron. Pero sí
puedo hallar un rasgo común en todos ellos; una característica que va más allá
de aquella puramente fisiológica que yo quise encontrar una tarde desde las
ventanas del Laredo y que no es otra que la marginalidad emocional. Tanto don
Fernando Becerra, aquel querido maestro del que a estas alturas no me cabe duda
de que era un comunista oculto de los que habían sido educados por sus padres
durante la Guerra Civil en los dogmas marxistas y milagrosamente habían crecido
y vivido en la España de Franco sin llamar la atención, como su propio hijo
Tomás, más cercano a la frivolidad que al comunismo en sí, eran marginados
emocionales. Tanto Fali, el muchacho que miraba un horizonte al que no llegar
jamás, como Paco el del restaurante, que desbarató el ideal comunista con solo
ponerlo en práctica, tenían en común una visión deformada del mundo. Igual que
Toribio el de Badolatosa, que llegó del pueblo pidiendo cinco duros para sol y
sombra mientras quería nacionalizarlo todo y luego llegó a ser secretario
provincial de Comisiones Obreras! Y todo ello sin cortarse el pelo un
centímetro para ayudarse a sí mismo a ver el mundo que le rodeaba. Todos ellos
eran emocionalmente marginales.
Pero además tenían
otros dos puntos comunes y no menos importantes: una incapacidad para fijar la
vista en la realidad prosaica, y un cierto miedo; pero no un miedo debido a la
clandestinidad, que en los tiempos en que me llevaron a desfilar ante Franco
tenía todo el sentido, pero cuando estábamos en la Facultad, no, porque la
libertad de expresión en España era ya absoluta! No. El miedo que yo percibía
en estos hombres que habían decidido discapacitarse a sí mismos para disolverse
en el tanque helado del Comunismo era el miedo a los hechos, a la Historia, a
la Realidad; un miedo irracional a encontrarse consigo mismos en la desnudez de
lo cotidiano y frente el espanto –que lo es, sin duda- de que no existe el
agradecimiento en los que son socorridos; que no hay un ente que se llame Pueblo, sino un sinfín de individuos
egoístas cuya misión última -como no puede ser de otra manera- no es la
igualdad sino la supervivencia propia y la de su familia.
Incapacidad y miedo: los pilares del pensamiento comunista.
Incapaz de asumir
que todos los hombres son distintos y lo van a seguir siendo por mucho que se
intente meter el océano en una bañera a base de decretos y planes quinquenales;
incapaz de distinguir que lo que conforma el universo humano es una desmesurada
constelación de individuos -cada uno de ellos con su propio universo personal-,
el comunista, para construir su mundo ideal necesita suprimir al individuo, esa mónada molestísima que se empeña en
tener criterio propio. La realidad individual es un obstáculo para la
construcción de mundos fabulosos, y si algún plan colectivo no ha salido bien
la culpa jamás va a ser del planificador y su absoluto desprecio por la
Realidad sino de la mala aplicación del plan a causa de algunos individuos. Manuela Carmena, sin avisar, cierra
un enorme número de calles de Madrid al tráfico; de repente, ya no pueden pasar
los coches; sin dar explicaciones; sin tener en cuenta al individuo. Y cuando
le preguntan por esta decisión, dice con su voz de bruja mala –yo la he oído,
estupefacto- que “andar es muy bueno para la salud física y mental”, que “hay
que andar, y también pararse a descansar ante los escaparates”. La comunista
nos quiere andando y nos obliga a andar; pero no porque sea bueno para la salud
–cosa que no se puede negar-, sino porque la comunista necesita modificar la
Realidad para que ésta se ajuste a su universo de unicornios. El comunista nos
hará felices; aunque para ello tenga que matarnos!
Esta huida de la
Realidad; este no saber encajar lo prosaico del mundo produce un miedo pánico
que deriva siempre en un afán por maquillar el entorno; un afán que se
manifiesta de mil formas: desde el exterminio en masa de millones de campesinos
rusos por orden de Lenin, en un extremo, al hallazgo del realismo mágico por parte
de García-Márquez en el otro. Todo es una desesperada huida de la Realidad.
Lenin no podía sufrir que el campesinado pro zarista de Rusia le estropeara su
universo privado en el que el proletariado –que en la Rusia de principios del
siglo XX no llegaba al 2% de la población- gobernaría el mundo. El hecho
impepinable de que Rusia careciera absolutamente de proletariado era secundario
para el Gran Planificador! La solución? Se acababa con la presencia molestísima
de treinta millones de campesinos; en su lugar se ponían unicornios, y listo!
Y en cuanto a
García-Márquez, otro comunista de corazón, no le quedó otro remedio que
recurrir a la magia literaria para de
algún modo conjurar las costumbres atrasadas y brutales de los pueblos de su
país y convertirlas en acciones que parecieran regidas por el Destino,
dotándolas de lo trágico y
confiriéndoles, por ello, una dimensión que escapa al ojo normal. Tuvo que
hacerlo; García-Márquez tuvo que hacerlo porque la realidad colombiana de su
época (y de ahora, por más que las FARC pretendan hoy ser hermanitas ursulinas)
era insoportable para un espíritu sensible como el del genial escritor.
Encontró mundos fabulosos en los que miles de mariposas amarillas anunciaban la
llegada de un profesor de baile; nos legó momentos extraordinarios como el de
José Arcadio Buendía hablando en latín sin haberlo estudiado jamás mientras
jugaba al ajedrez con el cura bajo el castaño, pero todo ello no deja de ser
una huida de la Realidad.
El mundo es
terrible, si uno lo mira de cerca. Pero el dolor, el sufrimiento y la madurez
que ambos sentimientos inevitablemente producen acaban haciéndonos asumir que
todo está relacionado con todo y que no se puede cambiar bruscamente la
Realidad de forma parcial sin afectar muy negativamente a la totalidad; que no
se pueden modificar realmente las formas externas sin reconducir antes las
estructuras internas que las producen; que maquillar un comportamiento es eternizar
la clandestinidad de su contrario. Hasta el más bienintencionado de los
hombres, hasta la mujer más buena que uno pueda imaginar, si entra en la
galería de espejos contrapuestos que es la religión comunista con la anhelante
esperanza de cambiar el mundo a través de una metodología planificada a priori,
está destinada al fracaso. En el mejor de los casos puede caer en el ridículo,
como las carmenas y las colaus que en el mundo hay, llenando las
cabalgatas de los Reyes Magos de símbolos crípticos y estúpidos que nada tienen
que ver con la ilusión llena de magia de los niños e incluso poniendo en riesgo
el secreto de la fiesta. O pueden poseer un corazón de artista genial y hallar
una puerta oculta tras la que huir de la espantosa realidad convirtiendo ésta
en lo que todos conocemos como realismo mágico.
Pero el mejor de los
casos es también el más infrecuente. Lo habitual es que el comunismo haya sido
llevado a la práctica sin trabas ni frenos. Es cuando nos lo encontramos
aplicado desde el Estado. Y éste, siempre, es el peor de los casos. La Historia nos muestra el resultado de la implantación
de esta religión terrible. No voy a hacer ahora un panegírico contra el
Comunismo a base de enumerar las atrocidades, los asesinatos en masa, los
genocidios en todas sus formas asiáticas; ni me dispongo a llamar la atención
acerca del enorme atraso que han sufrido y sufren aún los desgraciados pueblos
que han sido colonizados por este virus terrorífico; ni de las hambrunas
provocadas gratuitamente; ni del terror impreso para siempre en los ojos de los
oprimidos
Los comunistas que mantenemos
Pero no puedo callar
ante la visión en mi país de algunos grupos que están desde hace poco en el
Parlamento; grupos relativamente numerosos, financiados con nuestros impuestos y
cuya tela de araña ideológica se sustenta declarada y firmemente en las tesis
de energúmenos personales como Karl Marx, capaz de matar de hambre a su familia
con tal de no trabajar con un sueldo estable; de genocidas ciegos como Lenin,
quien, inaccesible a la Realidad, no dudó a la hora de exterminar -con sistemas
eficacísimos que décadas después copió Hitler- nada menos que a 30 millones de
campesinos de su propia nación durante los primeros cinco años de aplicación de
sus tesis. Estos grupos parlamentarios españoles, extraídos de la aristocracia
universitaria más intolerante, tienen como modelos de su estructura
político-religiosa a monstruos como José Stalin, el mayor asesino en serie de
la Historia de la Humanidad; a Fidel Castro, el impío matador de insurgentes; a
Ernesto Ché Guevara, un mercenario de
culo inquieto cuyas históricas espaldas cargan con tantos asesinatos y tanta
violencia por todo el planeta; a Hugo Chávez, ese golpista-bufón que fue capaz
de hundir en 13 años uno de los países más ricos del mundo; o a Maduro, su
sombra agonizante, que ha decidido morir matando a todos los venezolanos. Este
último, además, los financia desde hace años.
Mis comunistas no
eran éstos! Al menos, no me lo parecieron. Cada uno de ellos me enseñó una
lección importante. Pero también es cierto que ninguno tuvo nunca acceso al
Poder, al verdadero Poder ejecutivo; de haber habido en España un Gobierno
comunista probablemente habrían recibido un cargo y, con él, algún encargo. Ya se conoce ese magnífico
refrán, certero como pocos, que dice “si quieres conocer al chiquillo, dale un
carguillo”. Y es rigurosamente cierto. Yo he conocido algún hombrecillo
mediocre, a alguna mujer gris que ha accedido a director de conservatorio y ha implantado
el Infierno en la tierra para todos sus compañeros. Sé de algún pájaro sin
oficio ni beneficio que ha sido nombrado director de personal en una empresa y
ha acabado mandando al psiquiatra a la mayoría de sus subordinados. Son gentuza
que si hubieran tenido un cargo político de responsabilidad en un Gobierno
comunista no habrían dudado en firmar sentencias de muerte masivas. De haber
caído nuestro país en las manos de esta estricta religión, quizás algunos de
los comunistas bienintencionados que por mi vida pasaron habrían tenido la
oportunidad de dar las órdenes adecuadas para la modificación inmediata de la Realidad, y caso de haber
encontrado resistencia por parte de algunos individuos puede que no hubieran
tenido tantas contemplaciones como cuando miraban al horizonte sin
responsabilidad ejecutiva; quizás el pica-pica no les hubiera parecido
suficiente correctivo, o jamás habrían soportado el silencio como respuesta
cuando el interrogado no quisiera mancharse opinando sobre la nacionalización
de Iberia. No lo sé. Y prefiero no saberlo. Ni siquiera quiero quedarme con la
duda. Prefiero soñar con que mis
comunistas jamás habrían diseñado un gulag, urdido una matanza o arruinado una
región a sabiendas de que sus tesis no eran constructivas.
Eduardo, soy músico aficionado, y si la música sale de tus manos igual que tus palabras, debes ser un gran músico. Genial como siempre.
ResponderEliminarGenial!!
ResponderEliminarD. Eduardo, una vez más me deja usted con la boca abierta. No sé puede escribir mejor. Es un deleite para los sentidos leerle. Ya le he dicho alguna vez que yo leo en voz alta, desde pequeña, y créame si le digo que está usted muy por encima de muchos de los articulistas de los periódicos habituales.
ResponderEliminarPor favor, no deje de escribir en "El demócrata liberal". Sus seguidores ya esperamos ansiosos su próximo artículo.
Me quito el cráneo. Un saludo afectuoso.
Muchas gracias por seguir publicando!
ResponderEliminarGenial Eduardo, enhorabuena. Debería usted escribir un libro fuera del ensayo político. Tiene una narrativa muy amena.
ResponderEliminarJajajaja, cuántos recuerdos...
ResponderEliminar