Artículo de Rafa G. García de Cosío
Es inconcebible
que en Alemania, país de la buena organización, siga habiendo aún medidas
marxistas. Y no me refiero a las de Karl Marx, que era germano, sino a las de Groucho.
Resulta que hemos llegado a un punto en Europa en que, no sé si por dejadez,
maldad o simple superpoblación, se ha permitido que unas regulaciones se pisen
entre sí hasta lograr el efecto contrario. Algo así como la Ley Seca de Estados
Unidos, que solo provocó un alza en el crimen organizado.
Antes de seguir
quiero avisarle, querido lector no fumador, que soy de los suyos. Detesto el
humo de los cigarrillos y el ansia de los que se envuelven un pitillo o se lo
sacan del bolso buscando el mechero con la mano y dejando de mirar por unos
segundos a su interlocutor mientras éste le cuenta algo importante. Pero desde
hace algunos años, concretamente desde que empezaron a salir en los cartones de
tabaco las fotografías de heridas, quemaduras, cadáveres y sangre para
ahuyentar a los nuevos fumadores, no puedo evitar cuestionar este tipo de
medidas.
Para empezar,
porque los legisladores parecen tomar a los consumidores por tontos (aunque en
estos momentos tampoco puedo descartar que la mayoría lo sea). Y es que los
legisladores europeos no son muy distintos de aquellos parlamentarios
españoles, generalmente nacionalistas o comunistas descamisados, que tienen que
llevar espárragos a la tribuna, fotos o banderas para que le entienda el que
para a tomar café en una carretera y mira por un momento TVE. Pero otro motivo
para dudar de la eficacia de estas medidas es que muchos países cuentan con
otros métodos más disuasorios y mucho menos desagradables para combatir el
nocivo consumo de tabaco. Australia, por ejemplo, vende paquetes a un promedio
de 27 dólares y, desde hace dos años, lo hace con un empaquetado totalmente
blanco, sin ningún tipo de color o eslogan y con la mínima información sobre el
fabricante.
ES QUE NADIE
PIENSA EN LOS NIÑOS?
Qué por qué me
afecta tanto esto si no soy fumador? Tengan seguro que no es un tema que me
moleste más que el humo de alguien que camina en la misma dirección que yo con
tres pasos por delante. Pero sí me irrita bastante, teniendo en cuenta que los
paquetes de cigarrillos no son un producto que el gran público desee esconder
como las revistas pornográficas o las bebidas alcohólicas (como es el caso de
Canadá o Estados Unidos). Por no esconderse, no se encuentran siquiera en el
pasillo de los productos del hogar o el carbón y las barbacoas. No señor: se
encuentran en la mismísima caja de los supermercados, junto a los ositos de
Haribo y los Kit Kats. El sitio al que siempre miras mientras pones los
alimentos en la banda y piensas lo que vas a cocinar esta noche.
Admito que es
curioso que me afecte tanto el tema, ya que ni soy fumador ni, por ejemplo,
tengo niños. Pero soy lo suficientemente empático para ponerme en el lugar de
esos menores que, caso de acompañar a sus padres al supermercado, tengan que
tragar con imágenes como las que ilustran este artículo, grabadas ayer sábado
en un Penny de Frankfurt: el pie cosido de un muerto, una mujer escupiendo
sangre o unos pulmones ennegrecidos.
Y es que cuando
era niño, vivía como supongo que vivían la mayoría de ustedes: en una etapa tan
libérrima como feliz. Pero las imágenes, lo visual, siempre fueron para un
chico observador como yo lo que más me impactaba. De ahí que la única
prohibición social que recuerde de verdad de chico, quitando la familia y el
colegio, sea la de las películas 'no recomendadas para menores de 18'. Aquel
sonidito en la tele aún analógica con el circulito rojo apareciendo en la
esquina alta y derecha, justo al comienzo de una película el viernes por la
noche, era como el de una bombilla que me introdujera poco a poco, cada fin de
semana, en el mundo adulto. Aunque al final casi nunca fuera para tanto.
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