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martes, 7 de marzo de 2017

Del malestar a la revancha justiciera

Artículo de Luis Marín Sicilia


“Hablamos del principio universal de presunción de inocencia, en cuya virtud todo imputado en un proceso penal debe ser tratado como si fuera inocente, hasta que una sentencia firme establezca su condena

“Los ciudadanos podemos encomendarnos a todos los dioses si esperamos que, en una hipótesis de concurrir a los tribunales, se nos aplique una Justicia éticamente objetiva”



Angustiada por la dureza de la crisis, escandalizada por la cantidad de golfos que se ha enriquecido a su costa y azuzada por unos medios que pugnan por batir el "share" de la competencia y, con ello, incrementar sus ingresos publicitarios, la calle clama justicia con una visceralidad que, amparada por una judicatura que parece no respetarse a sí misma, está poniendo en riesgo al pilar fundamental de una democracia que es el Estado de Derecho.

Si nos empeñamos en condenar en la plaza pública a quienes presentan síntomas, por muy endebles que sean, de haber delinquido, y a la primera acusación que se produzca respondemos con la más feroz de las insidias, estamos corriendo el riesgo, cada vez más cierto, de convertir nuestra repulsa por el delito en linchamiento del presunto delincuente.

Conviene tener en cuenta que todos los linchamientos que históricamente han sido, los han promovido grupos concretos de interés casi siempre basados en acusaciones falsas. Y si hay algo inaceptable en un Estado de Derecho es el linchamiento, la ausencia de garantías para el acusado de cualquier delito. Sería, de mantener esta tendencia, volver al proceso inquisitorial basado tan solo en la difamación y en la sospecha, atentando con ello al buen nombre y al honor de una persona por meras suposiciones o conjeturas.

En España, con demasiados políticos dispuestos a conquistar el poder cuanto antes mejor, estamos olvidando algo sin lo cual no hay democracia ni queda a salvo la seguridad jurídica. Hablamos del principio universal de presunción de inocencia, en cuya virtud "todo imputado en un proceso penal debe ser tratado como si fuera inocente, hasta que una sentencia firme establezca su condena". Tal principio lo recoge el artículo 24.2 de la Constitución Española y lo proclama la Declaración Universal de Derechos del Hombre de 1948, el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, el Pacto Institucional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969 y la Carta Africana sobre Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981.

Que, entre todos, estamos poniendo en riesgo el respeto a tal principio constitucional es tan evidente que basta confrontar las reacciones actuales ante hechos que se investigan con lo que dice el propio Tribunal Constitucional. El máximo órgano garantista del Estado de Derecho tiene establecida (sentencia del 26 de julio de 1995) una "regla de tratamiento del imputado", el cual "tiene derecho a recibir la consideración y el trato de no autor o no partícipe en hechos de carácter delictivo" y con tal consideración debe ser tratado "mientras no se dicte sentencia firme".

Por si fuera poco, la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal aplica tal principio partiendo de la base de que "la carga de la prueba corresponde exclusivamente a la parte acusadora" debiendo practicarse la prueba "en el juicio oral bajo los principios de igualdad, mediación, contradicción, inmediación y publicidad". Y ojo, los atestados y otros actos de investigación realizados por la policía tienen la consideración de denuncias que deben someterse al correspondiente método probatorio.

Visto todo lo anterior, ¿vivimos realmente en un Estado de Derecho? ¿A cuantos hemos condenado por el mero hecho de haber sido denunciados, no ya por atestados policiales sino por meros contendientes en la lucha partidaria, económica o política? ¿Realmente puede hablarse de justicia cuando en el fondo parece inspirarnos la revancha? ¿No estaremos jugando con fuego soliviantando el principio de presunción de inocencia para sumergirnos en el pozo oscuro de la presunción de culpabilidad propio de los regímenes inquisitoriales y autoritarios?

Por si fuera poco, el empeño justiciero de algunos miembros de la carrera judicial, unido a un desenfrenado afán de notoriedad, está provocando una enorme brecha en la credibilidad, la discreción y el silencio que debieran ser señas de identidad de todo buen juez o fiscal que se precie. La inquietante ideologización de la judicatura, con esa deprimente división entre "progresistas" y "conservadores", no puede traer nada bueno, no lo está trayendo, al deseo general de una Justicia imparcial e independiente.

Si la Justicia no se respeta a sí misma y ha caído en los ímprobos esfuerzos de los políticos para llevarla a su respectivo terreno ideológico, los ciudadanos podemos encomendarnos a todos los dioses si esperamos que, en una hipótesis de concurrir a los tribunales, se nos aplique una Justicia éticamente objetiva.

Nos gustaría que los jueces solo hablaran en sus autos, sus providencias y sus sentencias. Si no supiéramos ni su nombre, mejor para toda la ciudadanía en un sistema democrático. La orientación populista que muchos denuncian en la aplicación del Derecho no es sino consecuencia de esa lamentable ideologización auspiciada con fines espurios por los grupos políticos, agravada con el trasvase vergonzoso de la judicatura y la política y alentada por unos medios más interesados en la "bulla" que en el rigor informativo.

Para empezar a poner orden serían necesarias, como mínimo, dos medidas. Una, la prohibición expresa a los jueces y fiscales, por parte de su órgano de gobierno, de hacer declaraciones de ningún tipo sobre cuestiones jurisdiccionales propias o ajenas. Otra, acabar con las puertas giratorias entre política y judicatura, de modo que ningún juez o fiscal que haya entrado en la política pueda volver a dictar sentencias ni a promover acusaciones.

La lapidación pública del adversario político se ha convertido en el "pim, pam, pum" de un populismo revanchista al que le proponen las vísceras y le ocultan la razón. Y lo grave es que a ello contribuyen jueces que instruyeron mal, fiscales que solo denuncian lo que antes de cesar callaron y políticos empeñados en que sean sus amigos los que les juzguen.

El 29 de octubre de 1986 una querella contra el primer presidente de la Junta de Castilla y León, el socialista Demetrio Madrid, afectó a su dignidad y dimitió "ipso facto". Tres años después el imputado fue absuelto. Lejos de aprender de tal injusticia, los políticos mediocres que nos representan se han ido enfangando, cada vez más, en la aberración de la presunción de culpabilidad, exigiendo dimisiones sin fin ante la mínima denuncia que se presente, sin ni siquiera esperar a la apertura del juicio oral, mientras se da el caso de que casi el 90 % de las querellas políticas son archivadas o absueltos los investigados.

Considerado como un procedimiento para "quitarse al adversario de en medio" lo único que están consiguiendo con esta generalización de la "porquería" es que los ciudadanos den la espalda a los políticos y que de esta noble y vocacional función se alejen a mansalva personas solventes, honestas y preparadas. Porque ninguna persona honrada tiene por qué aguantar que se juegue con su dignidad con procedimientos revanchistas de populismo justiciero.

http://www.eldemocrataliberal.com/search/label/Luis%20Mar%C3%ADn%20Sicilia


2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo, pero es imposible luchar contra la demagogia, comenzó Ciudadanos a utilizar como arma electoral las dimisiones sin haber condena y se sumaron todos los partidos. Ahora si un Partido político propone otra cosa parecería que defiende a los corruptos.

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  2. Frente a la demagogia solo podemos oponer pedagogía, sabiendo que en este mundo visceral llevamos desventaja. Pero a las personas decentes no les queda otro camino, aunque se sientan incomprendidas. Saludos.

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