Artículo de José Miguel Ridao
No me cabe duda del mal que corroe a este país no sólo ahora en tiempos de crisis, sino desde siempre: la irrefrenable tendencia a confundir lo público con lo privado o, lo que es lo mismo, a hacer del Estado un cortijo. Y no se crea que este mal cortijero es privativo de tierras andaluzas: la única diferencia es que a medida que subimos hacia el norte los latifundios se van convirtiendo en minifundios, pero no por ello son menos las ganas de apropiarse de ellos; de hecho, todo nacionalismo no es más que una excusa para abarcar de un sólo bocado un territorio inmenso, y hacer de él un cortijo al que por supuesto sólo están invitados los nacionalistas más acérrimos.
El cortijerismo es un mal endémico de orillas del mediterráneo, y hay naciones que lo padecen en grado mayor que el nuestro, como por ejemplo Italia, donde, ya sea por vía democrática o dictatorial, han gobernado los mayores histriones que ha dado la raza humana, que se han calzado la venerable bota itálica para patear impunemente a sus conciudadanos. Grecia es también un caso notorio, como también Egipto, los Balcanes y todo el mundo clásico cantado por Homero. La sangre cortijera viajó primero en carabelas y galeones y luego en transatlánticos atestados de emigrantes hacia las costas del Nuevo Mundo, con los resultados que se pueden observar en países como Argentina, donde la no escasa sangre alemana del Tercer Reich, que entendía los cortijos a su manera, se ha mezclado con las predominantes razas española e italiana, con los resultados que cualquier visitante a ese país puede observar: cámbiese el nombre de cortijo por el de hacienda, multiplíquese por diez el número de hectáreas, y el cambio de escala moral aparecerá en toda su magnitud.
Mucho ha cambiado la situación desde los tiempos feudales, en que reyes y señores accedían a la propiedad de extensos cortijos, y tan sólo peleaban entre ellos para ampliarlos ante la mirada hambrienta del pueblo, o desde la época del Imperio, con un pueblo igualmente miserable que veía languidecer a hidalgos estrambóticos en cortijos de tres al cuarto, o desde los albores de las Cortes, cuando por primera vez se dio voz al pueblo, e incluso algunos pudieron medrar en la política para ocupar su cortijito ganado a base de prebendas. Hoy en día los tiempos son mucho más generosos, y se cuentan por miles los pelagatos que en menos que canta un testaferro se han hecho con una respetable cantidad de billetes de banco, y han comprado sus buenos chiringuitos, que son la versión financiera del venerable cortijo. Y así nos luce el pelo a los siervos...
Publicado en Por estos andurriales
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