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martes, 31 de enero de 2017

Fútbol sin insultos: ¡Ora pro nobis!


Artículo de Paco Romero


“El fútbol, como la política, igual que la vida misma, desata pasiones, comportamientos muchas veces irracionales, y el efecto inmediato es el recurso a la descalificación”

“La justicia deja de serlo cuando se castiga a voleo, cuando se sanciona en masa, cuando antes que individualizar a los responsables se hace caer todo el peso de la ley sobre un conjunto indiscriminado de personas”

“Posiblemente nos falte ese punto de instrucción y exquisitez del que gozan los justicieros del balón de cuero, esos jueces imparciales que presumen de fino oído en el sur y se olvidan el sonotone de Despeñaperros para arriba”


A los asiduos de este diario les extrañará -aquí y ahora- una referencia al fútbol. No es el caso: hablamos de ominosos dobles raseros, de la perversión de la justicia a la que tampoco es ajena este deporte, como tendremos ocasión de comprobar. 

Hace unos días el Sevilla FC recibió una propuesta de sanción por parte del Comité de Competición en cuyo expediente se solicita el cierre parcial por un partido de una grada de su estadio, el Ramón Sánchez Pizjuán, al parecer último reducto de la injuria del balompié nacional. En esta ocasión, los improperios, que merecen la mayor de las repulsas, se produjeron durante el partido entre el Sevilla y el Málaga de la 16ª jornada de Liga.

Como mero aficionado me niego a aceptar que las gradas del resto de estadios españoles estén abarrotadas de monjes benedictinos y de misioneras agustinas. Es más, como viajero cotidiano y observador habitual de este mundillo por los confines de España y de la vieja Europa, puedo confirmarlo: el fútbol, como la política, igual que la vida misma, desata pasiones, comportamientos muchas veces irracionales, y el efecto inmediato es el recurso a la descalificación. Para nuestra desgracia, como conjunto organizado de seres humanos en la búsqueda permanente de la felicidad, el insulto y la difamación -igual que la alabanza y la fraternidad, en extravagante cóctel- forman parte de nuestras vidas.

Sin embargo, impartir justicia sancionando por conductas incívicas a los ocupantes de un sector, de una grada o de un estadio al completo, arrastra consigo un castigo arbitrario y desproporcionado, un inaceptable pago de “justos por pecadores” que deja traslucir el mugriento embeleco de una justicia de chichinabo. La justicia deja de serlo cuando se castiga a voleo, cuando se sanciona en masa, cuando antes que individualizar a los responsables -como hoy es posible gracias a los medios técnicos implantados en los estadios- se hace caer todo el peso de la ley sobre un conjunto indiscriminado de personas, algunas de las cuales cometieron el error de estar en el lugar inapropiado en el momento más inoportuno.

¿Es que los improperios a una ciudad hermana, o a un club del barrio cercano, por parte de un grupo de descerebrados, no tienen idéntica respuesta en los majaretas de “la otra acera”? ¿Es que los macabros cánticos hacia un deportista tristemente fallecido han desaparecido de las inmediaciones del Manzanares? ¿Es que los tiernos calificativos (“yonkis y gitanos”) que continúan escuchándose en las cercanías de La Castellana son un alegato en contra de la violencia, el racismo, la xenofobia o la intolerancia? Todavía peor: ¿Es que cerca de El Bocho o de La Concha no continúan siendo habituales las prédicas y la exhibición de símbolos proetarras? ¿Es que los insultos e improperios al himno nacional o los cánticos de “independencia” que se escuchan un día sí y otro también en las cercanías de La Diagonal los días de partido, entre el ondear de banderas alegales, están amparados -como afirman sus defensores- en la libertad de expresión y no suponen una ofensa a toda una nación, además de un ataque directo a las leyes que nos rigen?

Cierto es que, desacertada e históricamente, los asistentes a los estadios se han creído en poder de todos los derechos habidos y por haber porque “para eso pago mi entrada”, sin reparar en que cuando, por ejemplo, esas mismas personas, asisten a un espectáculo insulso de teatro ni se les ocurre levantar la voz, como si en esta ocasión el ticket fuera de gañote.

El mundo avanza y siempre han de ser bienvenidas las medidas educacionales en pos de una sociedad más tolerante y transigente. Quizá los mortales que seguimos acudiendo a las gradas con un bocadillo de chopepó envuelto en papel de aluminio (para que lo manosee el segurata de turno) y una botella de agua sin tapón (prohibido el alcohol en los recintos deportivos), estemos, en materia de educación, a distancias siderales de los ocupantes de esos palcos vips convertidos en refectorios (¡ora pro nobis!) del buen jamón y del mejor ribera del duero. Posiblemente, también, nos falte ese punto de instrucción y exquisitez del que gozan los justicieros del balón de cuero, esos jueces imparciales que presumen de fino oído en el sur y se olvidan el sonotone de Despeñaperros para arriba.


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