Artículo de Luis Marín Sicilia
"Unas
elecciones consisten, básicamente, en la selección por quienes tienen mayoría
de edad (o sea plena capacidad jurídica) de sus representantes durante un
periodo determinado en el que deben asumir las tareas de gobierno"
"Recurrir,
como se viene haciendo, a consultar cuestiones de Gobierno a la ciudadanía es
abdicar de la obligación de un buen gobernante que debe tomar decisiones
acertando o equivocándose"
"Se ha
institucionalizado la corrupción mediante la necesaria connivencia tácita en el
fraude por parte de la sociedad andaluza"
El simplismo en que la sociedad tuitera está inmersa, puede
llevar a muchos a reducir el concepto de democracia al mero hecho de participar
en cualquier debate o a votar sobre cualquier asunto que se trate. En otro
orden de cosas, algunos pueden confundir el orden democrático con el
asentimiento, sin rechistar, a cualquier actitud que adopten los investidos de
poderes democráticos, aunque los utilicen perversamente. Ambos casos son
ejemplos de inmadurez que llamaríamos "democracia primaria".
La obsesión participativa ha sido siempre el señuelo atractivo con el que los
populismos de todos los colores han embaucado al pueblo, entendido este en su
primera acepción de conjunto de personas de un determinado lugar, región o
país. Esa obsesión participativa pretende llevar al referido conjunto de
personas, a la postre sujetos de soberanía, a las tesis que, como fin último,
persiguen los populismos, que es el control del poder y su dominio ideológico
sobre todo el entramado social.
No hay nada nuevo bajo el sol y cualquier teoría política, por muy novedosa que
se presente y se vista como se vista, no tiene más finalidad que resultar
victoriosa en esa lucha por alcanzar el poder, elemento definitorio de todo
grupo político. En consecuencia esa obsesión participativa, en un sistema de
democracia representativa, nos lleva a plantearnos las siguientes
interrogantes: si las democracias representativas suponen una delegación del
poder político soberano en los representantes elegidos democráticamente, ¿debe
estar cuestionándose permanentemente tal delegación mediante procedimientos
presuntamente participativos? ¿O se trata más bien de camuflar una disconformidad
con el pensamiento mayoritario expresado en las urnas?
Con la invasión del populismo, que tiene un enorme caldo de cultivo en las
llamadas redes sociales, estamos asistiendo a un fenómeno seudoparticipativo
(¿o es que unas elecciones generales, autonómicas o locales no son
participativas?) que es el preludio intencionado de un asamblearismo tan fácil
de manipular como la historia tiene suficientemente acreditado.
Unas elecciones consisten, básicamente, en la selección por quienes tienen
mayoría de edad (o sea plena capacidad jurídica) de sus representantes durante
un periodo determinado en el que deben asumir las tareas de gobierno. A partir
de ahí, ni los ciudadanos tenemos la información suficiente en las cuestiones
que diariamente se abordan, ni podemos tomar una decisión mínimamente
razonable, ya que ello incumbe a quienes fueron elegidos para tal fin. Intentar
suplantarlos es tan nocivo y arriesgado como pedir al piloto de un avión que
deje los mandos a quienes, en pleno vuelo, decidan los pasajeros.
Recurrir, como se viene haciendo, a consultar cuestiones de Gobierno a la
ciudadanía es abdicar de la obligación de un buen gobernante que debe tomar
decisiones acertando o equivocándose. Por ello, recurrir a la consulta
plebiscitaria para evitar decisiones que puedan resultar impopulares, se aleja
de cualquier sensibilidad democrática y acredita una falta de coraje y
convicción política altamente preocupante.
El recurso a los referéndums es tan letal en estos momentos que la ciudadanía,
descontenta en general con su clase política, aprovecha la oportunidad para
castigarla, provocando un resultado radicalmente contrario al pretendido por el
convocante y al deseado, en el fondo, por los consultados. Así lo han
experimentado recientemente Cameron en Reino Unido, Renzi en Italia y Santos en
Colombia.
Si perverso es lo anterior, también lo es, en el extremo opuesto y con el mismo
argumento participativo, la búsqueda del respaldo popular, no para eludir su
responsabilidad, sino para medrar y dañar las líneas políticas de sus
adversarios cuando son estos los que ostentan el poder. Es este un supuesto muy
querido por la izquierda radical española, que utiliza la calle, en un
pretendido asamblearismo primario, para debilitar a gobiernos cuya titularidad
no ostentan.
Este interés por neutralizar las relaciones de poder tiene su base, como dice
Xavier Godas, (revista "Mientras tanto") en una autocrítica de la
izquierda que ideológicamente ha agrupado todos los movimientos y
reivindicaciones activistas como "nueva izquierda", "izquierda
alternativa", "izquierda libertaria",
"anticapitalistas" o "izquierda radical". En España el
crisol donde se abonó todo ello ha sido Podemos que ha engullido a toda la
izquierda activista y se encuentra en un proceso que, de mantener el actual
liderazgo, presiento que quedará reducido a la izquierda radical que siempre
campó a la siniestra del PSOE.
Acertadamente expresa el politólogo Roger Senserrich su "perplejidad ante
el mito recurrente en algunos sectores de la izquierda más idealista, o ingenua
o iluminada, consistente en la fe desmedida en las asambleas como forma de
organización política". Votar y discutir de todo, todo el mundo y todo el
rato, además de agotador, resulta a la postre menos democrático de lo que
aparenta y ha servido históricamente para abrir la puerta a los totalitarismos
de quienes han controlado tales movimientos asamblearios. Esta es la deriva en
que suele terminar el excesivo afán participativo, como ejemplo de una cierta
democracia primaria, entendida como actitud positiva.
El otro caso de inmadurez democrática, este en sentido
negativo, es la inacción política ante actitudes primarias sin encaje en modos
democráticos. Tal fue el caso vergonzoso de la constitución de la Mesa del
Parlamento andaluz, declarada nula por el Tribunal Constitucional, dada la
vulneración flagrante de derechos fundamentales. Ya en su día denuncié en el
diario El Mundo ("¿Chapuza o Alcaldada?", 17 de abril de 2015) el
ataque a la razón jurídica y al sistema democrático de tal desafuero. Hoy
conviene recordar que tal ofensa fue posible por la aquiescencia de la máxima
responsable del socialismo andaluz, ante el vergonzoso silencio de los
diputados del PSOE, Podemos, C's e IU, que en un país serio, de convicciones
democráticas, quedarían inhabilitados para ostentar cargos públicos.
Este segundo caso de democracia primaria es el pan nuestro de cada día en una
comunidad como la andaluza, totalmente adormecida por los tentáculos de un
poder que ha socializado la corrupción y montado una eficaz red clientelar,
resultando casi imposible sustraerse a estos comportamientos caciquiles que, a
diferencia de los decimonónicos, se costean con el dinero de todos los
contribuyentes. Sin esa intromisión abusiva prevaliéndose de su poder o
influencia, los nuevos caciques no se hubieran saltado la norma sobre elección
de la Mesa, ni se hubiera producido el vergonzoso cese de Luis Escribano en su
puesto de la Administración autonómica.
Confirma todo ello lo que también denuncié el 27 de junio de 2015 en el diario
El Mundo ("El silencio y la paguita"): Que se ha institucionalizado
la corrupción mediante la necesaria connivencia tácita en el fraude por parte
de la sociedad andaluza. Sin el silencio cómplice y la obsesión por la paguita,
decía entonces y ratifico hoy, no se hubiera prostituido la autonomía, los
ciudadanos andaluces no sentirían este vergonzoso bochorno y el régimen no
hubiera sido posible.
Por ello no extraña que, al abrigo de ese
régimen, siga vigente en algunos aspectos y de forma cínica e insolente, el
viejo lema del cacique, tan bien ejecutado por los oscuros personajes de su
comparsa: "para los enemigos la ley, para los amigos el favor".
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