domingo, 25 de diciembre de 2016

De paseo por el África abisal


Artículo de Rafa G. García de Cosío


Retrato de Etiopía, el único rincón de África que no fue colonizado: hoy sus habitantes se distinguen del resto de africanos por la oscura manera de interactuar con el turista 


Para saber, no basta con leer. Así que no crea nada de lo que lee, ni siquiera piense que todo lo que dice este artículo es cierto. Por supuesto que el que esto escribe va a esforzarse en transmitirle la realidad de las cosas, pero tenga en cuenta que, para conocer, es preciso también ver. Estar ahí. Yo puedo decir ahora que estuve allí. En el único rincón de África que no fue colonizado, y que por eso hace a su gente especial. Estuve en Etiopía y no morí en el intento. 

Habrán escuchado ustedes millones de veces la expresión del 'África tropical', pero ¿conocen el término abisal? No tiene nada que ver por supuesto con el hecho de que Etiopía fuera conocida antiguamente como Abisinia -uno de los principales bancos del país lleva ese nombre-, pero la imagen de esa zona de los océanos conocida como zona abisal da el pego con las características de este país del cuerno de África. Al tener ese carácter especial de país nunca colonizado y construido con los escombros de monarquías absolutas, regímenes comunistas, hambrunas y nuevas dictaduras, sus ciudadanos también se distinguen del resto de africanos por su oscura manera de interactuar con el turista. Son más orgullosos e impredecibles. Pueden llegar a insultar. Este hecho lo refrenda Katrina Manson, que citaba en el artículo 'The Ethiopia paradox' del Financial Times en 2015 a un etíope con el aserto de que ''un etíope puede que parezca que te está loando, pero en realidad te está insultando''. Esto explica que el turista tenga que adaptarse, siendo también muy diferente aquí que en otras partes del continente negro.

En efecto, cuando por cuarta vez en un día se va la luz en el mejor hotel de la ciudad santa más visitada de Etiopía, Lalibela, uno aprovecha el silencio para pegar el oído y fijarse en un turista de cuarenta y pico años sentado en la otra parte del comedor. Su acento, pero también su físico, resultan familiar. Es español. Y en este país aún rehusado por los visitantes blancos, esto es una rareza importante. En seguida, uno siente el imperioso deseo de entablar conversación con el compatriota inesperado y compartir las duras experiencias vividas hasta entonces: viajes en microbuses más incómodos que el camión de un matadero, síes que significan noes y al revés, acoso continuo de unos locales sin plan alguno para el resto del día pero que quieren investigar tus planes para las próximas dos semanas, ausencia absoluta de wifi en la capital, Adis Abeba (flor nueva es su traducción) o inexistencia total de supermercados.

Arturo es un español abisal. Por eso está dando vueltas por Etiopía. Al igual que los peces de regiones abisales son capaces de sobrevivir sin un átomo de luz toda su vida, éste es de los que se crecen venciendo las inclemencias del tercer mundo, o cuarto, como dice echando la cabeza para atrás con su fuerte acento asturiano. ''África engancha'', repite varias veces los cuatro días que compartimos juntos, tras relatarme sus vivencias en países como Guatemala o Mali, donde vivió unas horas a la deriva en una barcaza cuyo remero había sufrido un ataque de malaria. De hecho, unos días antes de conocernos, descansando en un poblado del lago Ziway, comió un pescado que le dejó una espina atravesada en la garganta y lo mandó a tratarse en juna clínica de la capital que parecía más bien un club de alterne. Pero Arturo lo cuenta todo como un verdadero aventurero, como alguien que quiere dejar claro que, pese a todo, el viaje merece la pena. Sus andanzas las mezcla con historias de los países que visita. Puede que él no sepa de otra cosa, pero Arturo se conoce todos los libros de viajes casi antes de que se impriman.


El enfrentamiento

El día que decidimos viajar juntos, más por voluntad mía que por la suya, pues viajar solo por África requiere muchas más energías que hacerlo por Roma o Londres (me creí ser un boquerón fuerte, pero solo era eso, un boquerón), vivimos un verdadero punto de inflexión. En la estación de autobuses de Lalibela, dos quijotes nos subíamos a uno de esos microbuses que no tienen hora de salida y no abandonan el aparcamiento hasta que no se llenan más de una hora más tarde, como es tradición en esta región del mundo. Pagamos, por supuesto, tres veces más que un viajero local (cosa que jamás me ocurrió en Uganda o Madagascar, pero sí en Cuba; el tongo es claramente poscomunista). Y, claro, al comentar el sablazo en una lengua que muchos de ellos escuchaban por primera vez, pasamos mucho menos desapercibidos de lo que un europeo suele pasar. De pronto, el 'broker' del autobús, como se denomina a los revisores que coleccionan los billetes de birr entre sus dedos y se asoman por la ventana durante todo el viaje para ganar clientes, se dirigió a nosotros en amhárico con una sonrisa y los ojos fijos en nuestras caras. Todo el autobús se empezó a reir. Les aseguro que es una muy mala sensación. Arturo perdió su habitual sonrisa, aunque no dejó de ignorar el ambiente. Yo, en cambio, me estaba cabreando. Y mucho.

Poco después, el revisor puso su mano en mi barriga sin parar de entretener a su público, y acto seguido hizo un gesto para que me corriera a la izquierda, para así dejar espacio en esos cinco asientos a una sexta persona. Me negué, aturdido por lo que entendí como una burla a mi constitución de europeo bien alimentado que ha de perder su fijación por la comodidad durante al menos un día. No aceptaba esa falta de respeto, no podía más y exploté. Ese boquerón que llevaba días intentando bloquear su mal humor en la África abisal se enfrentó de repente a un melanocetus johnsonni con muchas ganas de marcha. Gritos e insultos en español que helaron al broker y al resto de viajeros. Pero que no mejoraron para nada mi estado de ánimo, antes al contrario. Para cuando llegamos a Bohar Dar, la bajada de tensión ya se había cebado conmigo.


Un niño se baña con un flotador de botellas de plástico en el lago Tana, que está plagado de hipopótamos. (Rafael González García de Cosío)

Podría haberme entretenido en contar detalles del viaje en autobús, porque como recuerda Sánchez-Dragó, es en el transporte a un destino final donde se encuentra el verdadero viaje iniciático, las verdaderas experiencias que le cambian a uno. Pero no sabría por dónde empezar a seleccionar. Si acaso, la tortura de no tener ventilación alguna, pues los etíopes son grandes aficionados a cerrar las ventanas para evitar la entrada de polvo, y a envolverse en las cortinas que a menudo hacen las veces de servilleta. O aquellos niños que, nada más llegar a Bohar Dar, se subieron a nuestro microbus para recoger las botellas de plástico vacías. ¿Se recicla aquí acaso? ¿Les darán dinero por ellas? Con seis o siete años, ¿ya están trabajando? La respuesta la encontré horas más tarde, con esta foto del lago Tana, plagado de hipopótamos, donde los niños hacen oídos sordos al peligro con sus 'nuevos' flotadores y la sonrisa menos cara del mundo.


Arturo, el policía y la oveja. (Rafael González García de Cosío)

Vale que sí me centre en explicar la situación más surrealista que he vivido nunca, a unos 20 kilómetros antes de llegar a Bohar Dar. El conductor hizo una parada para recoger a un viajero que pensaba montarse con una oveja. Algo totalmente normal en África. El broker se bajó y agarró al animal para subirlo al techo, junto a nuestras mochilas. Mientras tanto, uno de los pasajeros, que había estado de pie durante las últimas dos horas, se bajó a estirar las piernas y sacó una metralleta Kalashnikov de debajo de su poncho. Estábamos entrando en una región conflictiva, con algunos levantamientos en los últimos días. Arturo quiso inmortalizar el momento, y como resultado, aquí está la foto más rara que jamás haya captado mi cámara: el broker amarrando a una oveja, mientras el sonriente Arturo se agarra al policía de paisano.

En Bohar Dar pude dar cuenta de la rapidez etíope. Un hombre corrió detrás de nuestro taxi durante dos kilómetros, y, con el sudor aún cayéndole de la frente, nos espetó: ''Les dije en la estación de autobuses que este hotel estaba cerrado, vénganse al mío''. Por supuesto, sin wifi ni agua caliente. Arturo encontró un hotel mejor (con generador eléctrico), con buena conexión a Internet, y cuál fue mi sorpresa que, al cuarto día de mi reclusión, cuando aún me recuperaba en un sofá de la recepción de la bajada de tensión con una diarrea de caballo, el etíope que había corrido detrás de nosotros para llevarnos al otro hotel entró, se sentó a mi lado y me anunció que ''empezaba su presentación sobre el tour'' que me quería vender. Recuerdo perfectamente haberlo enviado allí donde Cristo perdió la gorra. Ahora no, dije. Me estoy recuperando del estrés de tu país. Había olvidado el truco de Arturo para sobrevivir: siempre sonreír, a veces cantar y tratarlos a todos sin ninguna seriedad, como peluches. Como ellos trataban a los turistas.

Volver de un viaje por Etiopía es como ascender a la superficie del mar. Vuelves a ver la luz, y, si no mueres por el camino, vuelves también a respirar.

(“El Correo del Golfo”, diciembre de 2016)


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