Artículo de Paco Romero
El sábado acabó -o eso queremos creer- la última de las
habituales y recurrentes etapas oscuras de nuestra historia que tan genialmente
supieron plasmar nuestros genios: las pinturas negras de Goya o el tétrico
periodo negro de Picasso no fueron más que clarividentes adelantos del
arte a nuestra situación actual.
El 6 de diciembre de 1978, el 88,5 % de los españoles que
ejercieron el derecho de sufragio eligieron el camino de la reconciliación
firmando un pacto que enterraba por mucho tiempo un hacha de guerra decenas de
veces blandida en defensa de causas y honores -casi siempre- inconfesables.
Aún en vigor, los frentes que nuestra actual Constitución ha
soportado evidencian su fortaleza. El histórico contubernio con nacionalistas,
independentistas, populistas o intransigentes, patentizaron los primeros
ensayos para zarandearla, reabriendo al tiempo unas heridas que la gran mayoría
de españoles daba prácticamente por cicatrizadas.
Sí, el mes próximo se cumplirán 13 años del Pacto del Tinell
-alianza firmada en el salón del mismo nombre del Palacio de los Condes de
Barcelona- y centrado en dos puntos fundamentales: por un lado, la elaboración
de un nuevo Estatuto de Cataluña; por otro, la inclusión de la cláusula que
excluía la posibilidad de cualquier pacto de gobierno o de acuerdos de
legislatura con el centroderecha nacional, tanto en la Generalidad como en las
instituciones de ámbito estatal.
No solo el interés general o la racionalidad, también los
propios intereses del partido socialista, han hecho posible descabalgar a este quijote
sin Sancho ni sanchistas, que desde ayer y según sus propias palabras ("truco
o trato en la noche de Halloween”), se iba a patear España en busca de apoyos.
El debate ahora se centra en la duración de la legislatura:
casi todos auguran que será corta.
No tiene porqué serlo: Está claro que el momento precisa de diálogo y de
entendimiento pero, sobretodo, de una puesta en escena donde se patentice que se
sabe y se quiere dialogar, dejando en evidencia a los que lo niegan; donde se
revele que Rajoy no es “el dóberman”, pero tampoco un caniche; donde las malas
prácticas políticas cedan ante estrategias consensuadas y, al contrario, donde
las ansias revisionistas abdiquen ante las políticas exitosas que han dado
resultados; donde se reconozcan sus limitaciones pero sin renunciar a los
principios; donde, en fin, los apoyos se ganen sin convertirse en una marioneta
en manos de terceros.
El avieso Pacto del Tinell y el Duelo a garrotazos
con el que concluyó la investidura no deben ser sino el epílogo del Guernica
eterno que los españoles pergeñamos con gruesos trazos en determinados momentos
de nuestra historia.
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