Artículo de Manu Ramos
El escritor ruso Dostoievski, en su libro “Diario de un escritor” comentaba que “el secreto de viajar agradable y alegremente en el tren consiste, sobre todo, «en el arte de dejar mentir a la gente y tragarse lo más posible esas mentiras, que entonces también a uno lo dejan mentir de buen grado si se rinde a la tentación; de donde se deriva, como ven, una ventaja recíproca»”. Es en el encuentro casual entre dos personas que no se conocen y que probablemente no se van a conocer en un futuro cuando se transmiten esas confidencias a hurtadillas, esas confesiones inconfesables y, por lo demás, con un grado de fantasía excesivo. Esas mentirijillas que hacen que nos dejemos engañar y, al mismo tiempo, engañemos a los demás, sumiéndonos en un ambiente de sana ingenuidad que permite la convivencia.
No podemos poner en cuestión absolutamente todo lo que tenemos delante, damos por hecho algunas cosas con tal de que podamos funcionar e incluso disfrutar de la vida. Imagínese el que me lee si tuviéramos que llevar a un tribunal a cada una de las cosas que se afirman delante nuestra. Por eso Dostoievski aseguraba que se viaja mejor creyéndose esas mentiras que nos cuentan en los viajes. Muchas veces verdades fuera del contexto y sin el oscuro pasado que las precede. Así se pueden afirmar ciertas excentricidades o hazañas y que la persona que escucha no las ponga demasiado en cuestión.
Es imperativo vivir con cierta ingenuidad. Una ingenuidad natural y no fruto de la estupidez sino de la necesidad de convivir en libertad. Sin embargo, no hay que confundir la ingenuidad natural y espontánea de la que hablo con la inocencia tan alabada por Rousseau. Una conocida cita del francés reza: "El que se ruboriza ya es culpable; la verdadera inocencia no siente vergüenza por nada". He aquí a un niño, inocente, que no siente ni vergüenza ni rubor por nada. Que no tiene más contención que la de sus pasiones y que se lanza en medio de la sociedad como un animal recién salido de la selva. El famoso “buen salvaje”.
Henri Rousseau ha sido la referencia en la educación de los pedagogos del siglo XX. Lamentablemente también lo ha sido en la política. Su obstinación por buscar la belleza de la inocencia prístina y justificar con esa base la conciencia como individuo viene arrastrando la desgarradora realidad de su maltrato hacia sus propios hijos. Habla de inocencia y de bonhomía cuando él mismo ha sido un mal padre. Hume, filósofo escocés, escribía sobre él: “Ha leído muy poco a lo largo de su vida, y ahora ha renunciado a toda lectura; ha visto muy poco y no tiene ningún tipo de curiosidad por ver u observar. Propiamente hablando, ha reflexionado y estudiado muy poco y, desde luego, no tiene mucho conocimiento. Durante toda su vida se ha limitado a sentir; y en este aspecto su sensibilidad se eleva a un nivel que va más allá de cualquier otro ejemplo que yo haya visto. Sin embargo, esta sensibilidad le hace más susceptible de sentir dolor que de sentir placer; es como un hombre que hubiera sido despojado, no sólo de sus vestidos, sino también de su piel”. El sentimiento puro de un niño elevado de anécdota a categoría. Así no se puede vivir en sociedad. Tal vez en un fértil valle, apartado de todos, con un laguito y una barquita, pero no rodeado de otros seres humanos.
Esa inocencia a la que tanto se apela en la sociedad es el engaño roussoniano del Estado Protector. Es la llamada a la estulticia de los anuncios de televisión, a la simpleza del sentimiento infantil que suele confundirse, insisto, con la ingenuidad.
Los niños siempre son inocentes. No han tenido tiempo de conocer la realidad que les rodea. Eso les lleva a un elevado nivel de ingenuidad. Pero, cuidado, no todos los niños son ingenuos. Muchos aprenden con asombrosa rapidez y de ese aprendizaje se desprende en muchos casos la ingenuidad con la que nacen. Hoy día está bien visto que los niños dejen de ser niños pronto, que se comporten como adultos en seguida y se les imponen conductas adultas cuando todavía no han tenido tiempo de experimentar los choques naturales que provoca la madurez. Se les arrebata la ingenuidad a costa de no poder arrebatarles la inocencia. Siguen siendo inocentes aunque se les vuelve muy poco ingenuos. Pierden, por tanto, esa naturalidad.
En la política española se nos arrebata la ingenuidad pero se nos sigue tratando como a niños. Nos mantienen en la inocencia pero quieren que impere el ambiente de corrupción y artificialidad propio de la socialdemocracia, que no cree en nada. Rousseau señaló el camino del infantilismo político: ser un “buen salvaje”. Kant señaló el camino de la razón: “salir de la minoría de edad” cuyos responsables somos nosotros mismos.
Valoro mucho a las personas naturales, con esa ingenuidad que surge de no tener miedo pero de conocer al género humano. Siento lástima por el individuo ya crecido, con canas incluso, que se precia de ser un niño, de comportarse como si no conociera el mundo que le rodea. La inocencia en política es peligrosísima, la ingenuidad ya no tanto. No hay que pasarse pero un grado de ingenuidad ayuda a convivir, siempre que haya libertad. Por eso todas las llamadas a ser como niños (todas provenientes de la influencia de Rousseau) confunden hoy día inocencia con ingenuidad. “No seas ingenuo”, habremos escuchado muchas veces. Pues yo aspiro a cierto grado de ingenuidad, sabré que puedo aproximarme sin demasiados prejuicios al mundo en el vivo y que, muy poco a poco, voy conociendo. Lo que no quiero es quedarme siempre como un niño, inocente perdido, en un mundo que no conoce. Perfecto para ser estafado.
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