Artículo de Paco Romero
Hace escasas semanas tuve la ocasión de asistir a unas
interesantes jornadas sobre las “novedades introducidas en las leyes 39 y 40 de
2015” que entrarán en vigor en casi toda
su extensión a primeros de octubre. Ambas ordenarán la
regulación ad intra del
funcionamiento interno de cada Administración y de las relaciones entre ellas y
la ordenación de las relaciones ad extra
de las Administraciones con los ciudadanos y empresas.
A modo meramente introductorio, es necesario precisar que ambas
vienen a suceder, tras un cuarto de siglo de vigencia, a la Ley 30/1992 de
Régimen Jurídico de las Administraciones públicas y del Procedimiento
Administrativo Común, reformada por la Ley 4/1999. A partir de entonces, el
procedimiento corresponderá a la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento
Administrativo Común de las Administraciones públicas (LPACAP), mientras que lo
orgánico u organizativo será objeto de la Ley 40/2015, también de 1 de octubre,
de Régimen Jurídico del Sector público (LRJSP).
Sin duda, se trata de dos leyes esenciales, para lo bueno y
para lo menos bueno, en el discurrir cotidiano de la administración. Las
ponencias fueron expuestas por un elenco de profesores de Derecho
Administrativo de primer nivel, coordinados por la catedrática de la
Hispalense doña Encarnación Montoya.
La coordinadora, en el preámbulo, se limitó a “ensalzar” las
maldades de ambas leyes, sus lagunas, sus excesos, sus debilidades… que
sin duda las tienen, sin que en ningún momento exaltara, ni siquiera ponderara,
los considerables beneficios que ambas normas aportarán a una administración
anclada en el último tercio del siglo XX y que pretenden la modernización de
sus estructuras: fin al papel, ventanillas y registros electrónicos, consumación
del “vuelva usted mañana” a través de una directiva de plazos terminante, etc.
Curiosamente, no lo entendieron así los ponentes cuyas
disquisiciones, desde la óptica puramente académica, fluctuaron entre las
bondades -de las que algunos se mostraron encomiables aclamadores- y los
remediables deslices y lapsos -a la hora de ponerlas en marcha- de los que, a
su entender, gozan ambas normas. Lo que no fue óbice para que ya en la clausura
en inopinado "déjà vu" de doña Encarnación, la concurrencia -conformada
por casi tres centenares de responsables políticos y funcionarios de alto
nivel- hubiera de sufrir el aleccionador
epílogo de sus conclusiones en nada compadecido con lo allí esgrimido a lo
largo de dos días.
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