Artículo de José Luis Roldán (Max Estrella)
Materia
deleznable. Borges lo dijo. Pero no es esa, precisamente, la propiedad que más
lo caracteriza. Por el contrario, algo menos inconsistente y volátil constituye el principal atributo del tiempo:
su poder corrosivo y destructor.
Desde los
remotos tiempos del mito, el hombre fue consciente -y temeroso- de ello. Así,
la propia personificación del Tiempo: un dios terrible, devorador de sus
propios hijos.
Nada respeta el
tiempo. Ni siquiera la hermosura -a despecho de la sabiduría cervantina,
expresada por fauces caninas, que sentenció que es prerrogativa suya que siempre se le tenga respeto-. La belleza
que todo lo redime -que así es la condición humana- no halla, sin embargo,
sosiego cuando el tiempo pone sus ojos en ella.
Shakespeare lo
supo y lo cantó en alguno de sus inmortales sonetos:
“Cuando cuarenta inviernos
pongan sitio a tu frente
y hondas zanjas los campos
de tu belleza crucen…”;
“…pues el tiempo,
incesante, al verano conduce
hacia el odioso invierno y lo
aniquila en él…”
Ni el
sentimiento más excelso –si hacemos caso a Góngora:
“De pura honestidad templo
sagrado (…)
fue por divina mano
fabricado (…);
soberbio techo, cuyas
cimbrias de oro (…)
ídolo bello, a quien
humilde adoro,
oye piadoso al que por ti
suspira,
tus himnos canta, y tus
virtudes reza.”-
se libra de las
garras inclementes del tiempo. Digo, obviamente, el amor. Quevedo, más experto
que don Luis en esas lides, creo, lo vio con claridad: “al amor si no lo aniquila la
hambre lo mata el tiempo.”
Y qué decir de
la Justicia. Aspiración ancestral e irrealizable. Para Aristóteles (aunque es
probable que la frase fuese de Píndaro,
al que no citó) la salida y la
puesta del sol no eran tan dignas de admiración; pues bien, el tiempo
ultraja la Justicia hasta desnaturalizarla y convertirla, incluso, en
injusticia. Conocido es el aforismo “Justicia
diferida es Justicia denegada”. Incluso el emperador Domiciano, hombre
cruel hasta con las moscas -según cuenta Suetonio-, consciente, sin embargo, de
tal cosa, mandó que el pleiteante que
prorrogase el pleito más de un año fuese de roma públicamente desterrado.
Esto, al menos, es lo que refiere Antonio de Guevara en su “Menosprecio de
corte y alabanza de aldea” (y, aunque no es exactamente así, se aproxima mucho
a lo que escribió Suetonio: que Domiciano administró
justicia con diligencia y absolvió a todos los acusados cuyo nombre hubiese
sido fijado en las puertas del erario público con anterioridad a los últimos
cinco años y no permitió que fueran procesados de nuevo, a no ser dentro de
aquel mismo año…). Sea o no así, lo cierto es que si algo caracteriza al
tiempo es su devastadora naturaleza. El tiempo todo lo corroe, hasta lo más
noble –si es que algo elevado, aparte de las artes, puede haber siendo humano-.
Todo lo estraga el tiempo. Juan Boscán lo dijo bellamente:
“El tiempo en toda cosa
puede tanto,
que aun la fama por él
inmortal muere;
no hay fuerza tal que el
tiempo, si la hiere,
no le ponga señal de algún
quebranto.”
Y también
Borges, que se ocupó extensamente del asunto en poemas y ensayos -hasta el
punto de escribir la “Historia de la eternidad”-, lo sintetiza en un par de
versos de su genial poema “El reloj de arena”: …todo lo arrastra y pierde este incansable/ hilo sutil de arena
numerosa…
Pero no quiero
hoy hablar de lo evidente. El tiempo posee otras propiedades menos explícitas.
El tiempo goza de una extraña cualidad reparadora, revitalizante y redentora.
El tiempo que
todo lo destruye y corroe es, paradójicamente, paladín de pusilánimes, sostenedor
de inicuos y redentor de réprobos. Y es que la paradoja es la sustancia del
tiempo; que lo diga, si no, la ciencia moderna desde Einstein.
El tiempo que se
alimenta de desdichas, defeca paradojas.
Aquí, por
desgracia, no han faltado los que han sabido aprovecharse de ello. Digo entre
los políticos; tan espabilados cuando se trata de lo suyo. Es de dominio
público que entre las armas secretas de Franco (el brazo incorrupto de santa
Teresa y la bruja Mersida) ocupaba lugar preeminente el cajón de los asuntos
entregados al cuidado reparador del tiempo. Rajoy, como es registrador, lo supo
y, como alumno aplicado, lo practica. También nuestra esperanza de Triana,
aunque menos ilustrada más lista. Pero sobre todos ellos, el que más provecho
está sacando de esta paradoja es, sin duda, Pedro Estornudo (no confundir con
el escribano cervantino de Daganzo), me refiero a Pedro Snchz, líder del PSOE.
Como Franco, ha confiado al tiempo la solución de sus problemas. De su
principal problema: su supervivencia. Sabe que mientras no se oficie el funeral
y se celebre el sepelio el cadáver estará de cuerpo presente. Esa es su
salvación.
Pedro Estornudo
es un cadáver insepulto. Un difunto muy vivo, sin embargo. Aunque, como tal,
apesta. Por eso no hará nada y todo su afán consistirá en que nada se lleve a
cabo.
(Publicado en el blog Ídolos y Llantos, agosto de 2016)
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