Artículo de Rafa G. García de Cosío
Son solo cuatro
días los que paso en Moscú. Había estado antes por motivos de trabajo, así que
aprovecho para ver con tranquilidad, ahora que estoy de turismo, lo más
importante: la Plaza Roja, el centro comercial Gum, la iglesia de Cristo
Salvador y poco más, aparte de los varios restaurantes donde he dado buena cuenta
de la estupenda comida rusa. Abro mi mapa por última vez para ver cómo matar el
tiempo en la última mañana en la capital, y veo, algo al norte de la ciudad, el
Museo del Gulag.
En seguida llego
a la conclusión de que se trata de otro de esos centros propagandísticos, al
estilo del vietnamita Museo de la Guerra de Saigón, suposición reforzada en un
país dirigido por un personaje como Vladimir Putin, con sus monumentales
desfiles en honor a la extinta Unión Soviética. Aún así, me animo a coger el
metro y bajarme en la parada de Dostoyevski, para después caminar unos metros y
aparecer ante una gran mole roja antes de tiempo: aún está cerrado. Espero
pacientemente, como una de esas mujeres que se agolpan ante la entrada de El
Corte Inglés en tiempos de rebajas. Pero soy el único. Y, durante los tres
cuartos de hora que paso en su interior, resulta que también soy el único.
Sin embargo, su
interior recuerda en cada segundo a los campos de concentración de Dachau o
Auschwitz. El visitante, yo en este caso, se pregunta, sin obtener respuestas,
qué es lo que hace que miles de personas sigan visitando cada día los campos de
concentración y museos nazis y nadie se interese por museos como el del Gulag
en Moscú, donde se exponen, entre otras cosas, cámaras reales de prisioneros
con las medidas exactas del cuarto para que el turista burgués se haga una
idea, eso sí, sin las temperaturas de Siberia.
Hay una
respuesta que sí viene rápida a la mente. El Museo del Gulag recuerda las
torturas bajo el régimen comunista, una ideología totalitaria que, a diferencia
de la fascista, no es completamente tabú en la sociedad occidental. De hecho,
sigue siendo muy atractiva. Sigo avanzando entre vitrinas repletas de objetos
sustraídos a los prisioneros (lazos, cadenas, lupas, muñecas, abrigos, zapatos)
y llego a un gran muro con un mapa gigante de la actual Rusia que muestra
diversos puntos rojos repartidos por todo el territorio. Pregunto a uno de los
cuatro empleados del museo si los puntos rojos son gulags. En un inglés muy
malo, y apoyado por el traductor de Google, mi amigo me comenta que no son
gulags, sino oficinas de coordinación de decenas de gulags, que se situaban, a
modo de satélites, alrededor de dichas oficinas.
Mapa de Rusia
con lugares donde se situaban los campos de concentración soviéticos
Entre mapas y
cuadros, de vez en cuando hay textos informativos de todo tipo: purgas estalinistas
en todas las esferas de la sociedad, incluídos los médicos; decepción entre la
población rusa ante los abusos de los bolcheviques; número de prisioneros
encarcelados cada año. Hay vídeos de ancianos relatando sus horribles
experiencias, pero en los bancos del cine no hay nadie sentado. En realidad,
como digo, no hay nadie en el edificio, más que los cuatro encargados de la
vigilancia, la mujer de la recepción y otra mujer más joven en la cafetería.
Impresiona todo.
A la salida,
tres frases estampadas e inacabadas en la pared: ''No pasará otra vez si...''.
''Para entender el pasado, hay que...''. Qué deberíamos hacer hoy para poder
evitar que se repita mañana?''. De alguna manera, tengo la impresión de que las
tres preguntas invitan a una misma respuesta. Visitar el Museo del Gulag. El
museo que a nadie interesa.
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