Artículo de Paco Romero
Dice Alá:
33:(59) “¡Oh Profeta! Di a tus esposas,
a tus hijas y a las demás mujeres creyentes, que deben echarse por encima sus
vestiduras externas cuando estén en público: esto ayudará a que sean
reconocidas como mujeres decentes y no sean importunadas. Pero [aun así,] ¡Dios
es en verdad indulgente, dispensador de gracia!”
“Y di a los/las creyentes que bajen sus
miradas y guarden sus pudendas, y no muestren más adornos que los que están a
la vista…” (24:31)
¿Burkini sí, burkini no? La pregunta -que
llegó a mis oídos, curiosamente, en la playa de El Sardinero, la que presume de
ser la primera de España en aceptar el bikini sin remilgos- se ha convertido, a
falta de otras noticias frescas, en el culebrón de este verano sofocante. Y no
es porque no ocurran sucesos o falten primicias que den para ese gran reportaje
que nos debiera sobrecoger a todos: ahí siguen presentes Alepo y Siria en su
totalidad, las playas griegas y turcas por otros motivos bien distintos, o la
propia Estambul, o Afganistán, Yemen, Somalia, Nigeria, Libia…
Soy consciente de que muchos lectores no aprobarán el
presente diagnóstico. Es cierto que la idea primigenia es de rechazo. Lo fácil
es absorber como una esponja y dar por bueno todo cuanto “la caja tonta” acostumbra
a martillear: en este caso los conflictos por el uso de la discutida prenda en
las costas y en las piscinas francesas y catalanas, su prohibición por el
gobierno galo… y más teniendo en cuenta que todo lo que viene de Francia tiene
que ser necesariamente bueno.
En primer lugar el vocablo está mal usado: si burkini
es una simple y grosera derivación de burka, las imágenes que trascienden estos
días ratifican la falacia. El burka, también llamado burqa, es una
vestimenta que cubre todo el cuerpo de las mujeres, con sólo una rejilla en la cara para permitir la visión. Por tanto,
más apropiado sería hablar de chadorkini o de hijabkini.
Yendo al meollo del asunto, de forma serena y recapacitando:
¿quiénes somos cada cual para exigir o prohibir al prójimo qué facción o parte
de su cuerpo le apetece mostrar públicamente?
Se empeñan algunos de los detractores de la prenda en
motivos de seguridad -que pudieran ser razonables- e incluso de higiene, dando
por hecho lo limpio que somos los occidentales y por entendido lo descuidados
que son los otros. Basta un paseo por cualquier playa o piscina europea para
verificar lo errado del aserto… y hasta ahí puedo leer.
La gran mayoría, sin embargo, hace hincapié en que se trata
de una cuestión que afrenta a la dignidad de la mujer musulmana. Si bien es
cierto que hay que continuar la lucha por esa liberación en busca de la
igualdad en los muchísimos frentes que afectan a su personalidad e intimidad
(herencia desigual, repudio en una sola dirección, poligamia, ablación, lapidación,
estatus social…), no puede pretenderse una revolución de su porte -a la sombra
del chiringuito y los consecuentes
efluvios- desde la suspicacia, el escrúpulo o el escepticismo. Es en esas precisas
esferas de la sociedad, donde continúa siendo necesario imbuir y acrecentar una
labor didáctica para que las mujeres musulmanas se convenzan y acaben zafándose
-desde su libertad- de las riendas de una cultura redomadamente machista. Salvando
las enormes distancias, así ocurrió en Europa (y en España) en los últimos 60
años y así ha de suceder, primero con estas nuevas europeas y, después, con el
resto de mujeres en sus países de origen. Al final, y ese será el gran logro, tendrán
la misma libertad para quitarse el burkini como para ponérselo.
Otros, al tiempo que respetan el ropaje, exigen de los
musulmanes que “no miren a mi hija” o que “no se coman con la mirada a nuestras
mujeres” y pudiera ser que tal cruzada la emprenda -sálvese quien pueda- quien
abusa hipócritamente del espectáculo de los arenales de nuestro litoral.
Mire usted, no vayamos a rasgarnos las vestiduras: quien se descubre, conoce a
ciencia cierta las inevitables consecuencias, exactamente igual que las
portadoras de la controvertida prenda aunque solo sea por lo extraño del
atuendo por estas longitudes, mejor que latitudes.
Los que ya peinamos canas o, mejor dicho, ni siquiera
peinamos las pertinaces que aún se empeñan en robustecer su bulbo piloso, hemos
pasado en apenas 50 años y sin anestesia de la prohibición del bikini a la prohibición
del burkini, pasando por el toples o la práctica del nudismo. Y me
reconocerán que esos subibajas desconciertan al más pintado.
Todos nos hemos bañado alguna vez -por placer o por panoli-
vestidos con ropas que no son de baño entre el jolgorio y la fiesta y a nadie
se le ocurrió denunciarnos.
Que este asunto, en verdad, cree un conflicto social solo
demuestra que la Troika
no ha hecho sus deberes y que, por lo general y con fatales excepciones, seguimos
viviendo en conjunto por encima de nuestras posibilidades y a distancias
siderales de las auténticas necesidades de miles de millones de seres de
nuestra especie.
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