Artículo de Paco Romero
Instigado, incitado, casi azuzado por mi buen amigo Ernesto, por fin decidí este año “hacer las Asturias” que, en familia, me venía reclamando desde hace 22 años, justo el tiempo que me honra con su amistad.
Y la verdad es que mereció muy mucho la pena. Aunque la había visitado en momentos tan puntuales como efímeros, no es lo mismo adentrarse en las regiones más septentrionales de la península ibérica (también recorrimos en parte la singular Cantabria) atendiendo a los dictados de la “Enciclopedia Álvarez”, o de los libros de Historia de cuarto de bachillerato, que haciendo patente a través de los cinco sentidos (nunca mejor dicho) todo cuanto los textos de la niñez y de la adolescencia resaltaban de -las por entonces- aquellas lejanas tierras: recorrer sus impolutas ciudades, disfrutar de sus cuidadas playas, contemplar sus colosales montañas, sus hayales, las descarnadas peñas que tocan el cielo, al son de las gaitas, de la dulce plática y del encanto de sus pobladores; respirar ese aire penetrante con olor a mar embravecido, jara, eucalipto o madera recién aserrada, compartiendo sublimes manjares del interior y de la costa cántabra en prolongadas y apacibles sobremesas… no tiene precio.
Que España es lo que es gracias a Don Pelayo no empece la
grandeza anterior y posterior de los nativos de aquellas latitudes: su pasado
prehistórico, de cuyo discurrir dejaron muestras en forma de arte sublime en numerosas
oquedades que en nada envidian a la “capilla sixtina del cuaternario” de la
vecina Santillana del Mar; la cultura castreña y de las tribus astures, la
presencia de Roma y de los Godos, la -casi- segura cuna y sepultura del prerrománico
que se mimetiza con el paisaje, la compacta y espesa arquitectura románica hermanada
con los intentos del gótico primigenio; las huellas, en fin, de valerosos enfrentamientos
en sus desesperados y gloriosos intentos para no doblegarse ante el enemigo al
que identifica sin remilgos (su ADN les hace fruncir el ceño cuando se le
refiere aquello de la “alianza de las civilizaciones”).
Vivir Asturias y sus fiestas populares, engalanadas sus
calles y balcones con banderas rojigualdas y azulinas adornadas con la Cruz de
la Victoria; henchidos de orgullo, entre culín y culín de sidra, rodeados de sus
jubilosos, cercanos y joviales oriundos sempiternamente abrazados a su tierra,
de indianos -con suerte- repatriados merced a las “bondades” del Che o de los
hermanos Castro, proporciona un chute de españolidad que,
necesariamente, ha de aportar fuerzas más que suficientes para perseverar en la
querella diaria por la recomposición de esa España que, pese a intentos constantes, se resiste a morir y que -de
verdad- merece la pena.
“Asturias es España y el resto tierra conquistada”, dicen sin prejuicios ideológicos sus nativos de izquierdas, de derechas o mediopensionistas.
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