Artículo de José Antonio Peña
Sí; escuchando con estupefacción, casi en directo, las noticias sobre
la mortal carrera del tráiler en la bella Niza, me pregunté cuándo habríamos de
sentarnos ya en la mesa negociadora con el Daesh, al socaire de negociaciones
como las perpetradas con ETA o las FARC -éstas poseen incluso Web, para ensalzar a Tirofijo–
y que tan positivas y decentes consideran muchos. En cambio otros las
consideramos inmorales, y además la base de futuras organizaciones y acciones
terroristas, toda vez que generan en ellas esperanzas de éxito, siquiera
parcial. Dejando a un lado las eventuales conexiones y entramados entre
algunas organizaciones terroristas y determinados aparatos estatales, que han
hecho correr ríos de tinta tampoco desmentidos precisamente por las
persistentes negociaciones y enredos entre unas y otros (a ver quién explica de
una vez qué es el Daesh, qué pretende, y quién lo apoya), lo cierto y verdad es
que en muchos casos los estados mantienen hacia el fenómeno terrorista
un comportamiento variable, irresponsable, desconcertante y hasta sospechoso,
que permite a los terroristas albergar esperanzas de consecución de sus fines,
o al menos de ser finalmente amnistiados u obtener trato favorable, en lugar de
transmitirles que su probabilidad de éxito es igual a cero y que jamás serán
objeto de excepción alguna (lo que no significa que determinadas demandas
de los terroristas -demandas, no acciones violentas- puedan ser legítimas).
Sin ir más lejos, en España, casi 60 años después del surgimiento de
una ETA autora de crímenes que podrían perfectamente ser considerados de lesa
humanidad (existe una batalla judicial en curso), parece que tras múltiples
negociaciones offshore finalmente la organización terrorista
ha decidido replegarse (sin disolverse) después de un proceso negociador
absolutamente opaco rumiado en las cañerías estatales. La inmoralidad,
y el error cara a futuro, son sublimes. En primer lugar, desde el momento
en que el estado establece algún tipo de negociación con una organización
terrorista, está ya directa o indirectamente concediéndole el rol de
interlocutor válido y ascendiendo a los terroristas desde el estatus de meros
delincuentes al de actores políticos. En segundo lugar, en la medida en que el
estado, por contra, no negocia con violadores, maltratadores o ladrones de
chalets -ni con perturbados como el de Múnich-, está
reconociendo aunque sea implícitamente que la demanda terrorista es digna de
ser introducida en la agenda política, y también implícitamente que ha sido
introducida bajo presión y que por ende requiere un abordaje singular y
soluciones singulares, con ulteriores consecuencias también singulares para los
terroristas, lo que subsiguientemente convierte en incómoda la
existencia misma de sus víctimas, que es ya cuando la miseria moral alcanza su
máximo grado.
En España, la larga y penosa lucha contra ETA que llevaron sobre sus
hombros miles de guardias civiles y policías -que se jugaron la vida,
perdiéndola muchas veces- la enturbió el estado al contravenir su propio
ordenamiento jurídico mediante una guerra sucia inmoral e ilegal que
acabó con la vida de varias decenas de personas (además de ser un fatal error estratégico)
y al negociar repetidamente con etarras, hablando de mano dura unas
veces y de mano blanda otras, sin asumir que la cuestión no va
de manos, ni duras ni blandas, sino de cumplimiento de la ley, sin
más, ni con durezas ni con blanduras. El contenido de la última negociación
seguramente no lo conoceremos en profundidad en décadas, pero en cualquier caso
no podemos dejar de interpelar al estado sobre qué ha dialogado con una banda
terrorista que tiene a sus espaldas 858 asesinatos consumados y más de 10.000 en
grado de tentativa, y miles de heridos, extorsionados, perseguidos,
secuestrados, torturados y obligados a abandonar Euskadi (cifras ampliamente
superadas por otras, como las propias FARC). Los liberales y
libertarios defendemos el impecable cumplimiento de las leyes -que deben ser
pocas y nítidas- y la igualdad ante ellas, plenamente conscientes de que la
seguridad completa no existe y de que la civilización no inmuniza completamente
frente a un terror ante el cual las cesiones y concesiones son inmorales -y
además no funcionan-, más aún si sus beneficiarios son terroristas que han
desposeído a otros de su cuerpo -de su vida-, aquello que según el formidable
Rothbard es lo primero que cada individuo posee.
Nos reencontraremos en septiembre.
(“El Herald Post”, julio de 2016)
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