Artículo de José Antonio Peña
Le comento a mi amigo Antonio Santos que la gran enseñanza que deja tras de sí, entre tanta zozobra, el 26-J, si es que es queremos aprenderla, es que ningún elector debería tener una capacidad tan desorbitada como la actual para disponer de la vida, la libertad y la propiedad de los demás. La democracia ha devenido en un sistema furibundo y primario en el que unos ciudadanos pueden decidir un domingo de junio buscarle la ruina a otros por el santo rostro y con total impunidad, vilmente amparados en mayorías y aritméticas de diferente calaña. Democracia no consiste en votarlo todo y a todas horas (algo, por cierto, típico de muchas dictaduras), sino en proteger al máximo el espacio de cada individuo y decidir en común sólo aquello que irremediablemente haya que decidir en común. Sí, sólo lo que no quede más remedio, y aceptando el mal menor de la lógica mayoría-minoría pero teniendo también permanentemente presente que, como Leoni explicó con una simplicidad aplastante, no deja de ser eso, un mal, además profundamente inconsistente y una de los grandes mantras de las dos últimas centurias, que sin embargo ha cegado a intelectuales colectivistas de todas las épocas, como si el binomio 51-49% desplegase auténticos efectos mágicos en la resolución del conflicto social.
Sin embargo, ¿con qué derecho unos ciudadanos, más o menos ricos o pobres, decidirían por ejemplo que deben ser absueltos de pagar el IRPF -sabia decisión, por cierto- y que otros tienen que soportar un eventual 70% de tal impuesto?, o, ¿con qué derecho se autoconceden ayudas y subvenciones con los dineros de todos? Si la noche del 26-J había, como sigue habiendo hoy, gente honrada, de bien, conteniendo la respiración a la espera de que sus conciudadanos decidieran o no buscarles una completa ruina, es porque estamos haciendo un uso fraudulento y degenerado de la democracia que permite a unos electores concluir, después de profunda, brillante y desinteresada reflexión, que lo mejor para el bien común es que ellos no paguen impuestos -sabia decisión, insisto- pero que sí los paguen, y cuantos más mejor, los vecinos del 3º y el tendero de la esquina. Y no, no saquemos nuevamente a colación la retahíla de que en democracia no hay resultados buenos ni resultados malos en función de quién ganó, perdió o empató el 26-J; no es ésa la cuestión de fondo, que es otra: la profunda inmoralidad que supone someter a una votación prácticamente ilimitada la libertad y la propiedad de cada individuo.
Por ello resulta absolutamente perentorio reformar la Constitución socialdemócrata de 1978 -acicalada con perfume comunista- para blindar la propiedad privada y restringir enormemente las expropiaciones y nacionalizaciones, el expolio fiscal, el gasto público, y la emisión de deuda pública. Resulta igualmente necesario que las leyes, claras como el agua clara, y concisas, sean una bota de ferralla en el cuello del poder ejecutivo y permitan a un poder judicial independiente defender, como perro de presa bajo el imperio de la ley, la propiedad y la libertad de cada ciudadano, de los ataques del propio ejecutivo y de los demás ciudadanos. Si todos tuviésemos la garantía constitucional efectiva de que ni socialdemócratas ni comunistas (el 100% de las actuales Cortes) tienen la posibilidad de elevar el IRPF al 70% o de despojarnos de nuestras propiedades, muchos menos relevante sería el partido o partidos que ocupan coyunturalmente el poder ejecutivo. Si el gobierno, que nunca merece mejor trato que el peor enemigo traidor, estuviese bien amarrado, cual mulo en un establo (entiéndase por favor literalmente el símil), en vez de estar trotando alegre y desvergonzadamente por las praderas clientelares y de la deuda pública, mucho menos habría que temer.
Y quienes deseen pagar más impuestos convencidos del bienestar que generan, no deberían retrasarse ni un minuto más en comunicarlo unilateralmente y por escrito a la Agencia Tributaria, que a buen seguro aceptará gustosamente, o en donar en vida sus bienes al estado, en lugar de endosar el pago de impuestos a los demás; igualmente, quienes ansíen recibir múltiples ayudas y subvenciones de otros, que mancomunen sus dineros y los repartan siguiendo sus propias reglas. Y que permitan a los demás pagar menos impuestos, sobre todo si desean hacer uso de los universales servicios privados y no de los estatales, y vivir también según las suyas.
(“El Herald Post”, junio de 2016)
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