Artículo de Paco Romero
El 11 de marzo 2004 en cuatro trenes distintos y a la misma
hora, acabaron no solo con las vidas de 200 compatriotas y dejaron
terribles secuelas en otro millar, sino que volaron las ilusiones de
crecimiento, las ansias de modernidad, el orgullo de ser y sentirse
occidentales, sembrando -lo que, visto con perspectiva, fue aún peor- la
semilla del odio, de la división, del enfrentamiento...
En la cárcel, condenado a 42.000 años de cárcel, un morito
de Lavapiés que cometió el “error” de dejarse ver en dos trenes distintos a
la misma hora por dos testigos rumanas. En el paraíso, sus siete compañeros
que, casi un mes después, se inmolaron en Leganés aunque los informes de las
autopsias no se pronuncien, sencillamente porque los exámenes anatómicos post
mortem no se realizaron. Bueno... lo del edén y lo del “merecido” premio de las
seis docenas de huríes tampoco puede ser confirmado porque, felizmente,
permanecemos de momento en el mundo de los vivos.
El 22 de junio de 2016, a cuatro días de otras elecciones se
publica la primera entrega de unas conversaciones mantenidas hace dos
años por el Ministro del Interior en su despacho, en las semanas previas a uno
de los múltiples intentos de golpes de Estado catalanista, con el responsable
de la Oficina Antifraude de Cataluña, magistrado nombrado por los 2/3 del
parlamento autonómico y que tiene atribuido por ley “el control del sector público en el ámbito de la prevención y la
investigación de los casos de corrupción”.
Lo conversación, en nada edificante, se realiza en un
entorno íntimo, en la que deberían sobrar las opiniones de todas las personas
no presentes, cuestión más que suficiente para que, en un país civilizado, la
opinión pública no tuviera acceso a ella; claro que, para ello, hay que estar
en posesión de unos particulares principios respetuosos especialmente con el
artículo 18 de nuestra Constitución y que no se compadecen con los generales de
un país donde la telebasura de la isla de los mosquitos (donmanué
dixit) y de los grandes hermanos está a la orden de la calle. Ya
tuve ocasión hace muchos años de desoír la invitación de un alcalde y de
algunos funcionarios de un municipio cercano a Sevilla que me invitaban, entre
un jolgorio perverso, a ver el “vídeo de Pedro Jota”. De la misma forma hubiese
actuado el pasado miércoles si los medios de comunicación me hubieran dado la
oportunidad de acceder o no a una conversación del ámbito privado.
Al margen de las derivadas políticas del diálogo -en nada
ejemplar, repito- resulta inaudito, por no decir acojonante, que se pase
de puntillas y se otorguen visos de normalidad y legalidad al hecho de que se
grabe al Ministro del Interior en su despacho y se difundan públicamente las
escuchas. Tengo claro que si no dimite por el fondo de la conversación, debe
hacerlo por su demostrada incompetencia, por su extremada inanidad.
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