“El debate sugerido no es nuevo: la independencia de jueces y
tribunales, cierto es, resulta un logro imposible al cien por cien”
“No puede, no debe, transcurrir una legislatura más sin resucitar a
Montesquieu, para quien la libertad es producto del ordenamiento legal
construido sobre la base de la separación de los poderes principales del Estado”
“Si sube Podemos es
que la sociedad está enferma”. Por lo demás: “los jueces de instrucción actúan como si fueran reyes de taifas”; y
no solo eso: “los fiscales no son
independientes porque pueden recibir instrucciones de superiores jerárquicos
según el color político”.
No pocos de los lectores de este diario estarán de acuerdo
con alegatos como los anteriores: Respecto al origen más o menos patógeno de
los votos podemitas, las opiniones
son tan libres como atinadas o equivocadas puedan resultar las que se viertan
sobre los apoyos que reciben el resto de formaciones políticas. Por otra parte,
que “la justicia es un cachondeo” lo asegura
media España desde que el ahora encarcelado Pedro Pacheco hiciera famoso el
aserto.
El debate sugerido no es nuevo: la independencia de jueces y
tribunales, cierto es, resulta un logro imposible al cien por cien desde el
mismo instante en que la justicia se imparte por hombres y mujeres que, en su
condición y no por enfundarse la toga, se desembarazan por arte de magia de
creencias, dogmas, influencias, apegos, aprecios, predilecciones, aversiones,
resentimientos o desafectos, motivos la mayoría de ellos que les obligarían a
apartarse de conocer asuntos que pongan en entredicho el único imperio al que
se deben, el de la ley.
Hace dos siglos, Napoleón Bonaparte instituyó la figura del
juez de instrucción, revistiéndola de independencia para investigar los delitos
más graves y de poder suficiente para privar de los derechos más preciados a
las personas. Tal fue la potestad que puso en sus manos que, para su desgracia,
acabó reconociendo que “el hombre más
poderoso de Francia no soy yo, sino el juez instructor”.
Poco antes, Montesquieu, insigne precursor del liberalismo, había
desarrollado las ideas de John Locke. En “El espíritu de las leyes” se mostró
admirado por las instituciones políticas inglesas, lo que le indujo a afirmar que
la ley es lo más importante del Estado, elaborando finalmente la teoría de la separación de poderes.
En España, el artículo 122.3 de la Constitución señalaba y señala aún que “el CGPJ estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que
lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de
cinco años. De éstos, doce entre Jueces
y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que
establezca la Ley Orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y
cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres
quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de
reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión”.
En 1980, la Ley Orgánica del Consejo General del Poder
Judicial desarrollaba el precepto constitucional sin más interpretación que la
literal: ocho miembros del CGPJ serían elegidos por las Cortes Generales y doce por los componentes del Poder Judicial.
Sin embargo, el pensador francés de la Ilustración, que había
“entregado la cuchara” en 1755, no contaba con que 230 años después el gobierno
le volviera a dar sepultura. Para ello se reformó la Ley Orgánica del Poder
Judicial y los veinte vocales -la
totalidad- pasaron a ser elegidos por las Cortes Generales mediante mayoría
cualificada de 3/5.
Después, Aznar incumplió su promesa y, además, tardó seis
años en abordar “su” reforma, desvirtuada y descafeinada: No fue
hasta 2001 cuando se reguló la elección de los doce jueces y magistrados, por
el Congreso y el Senado, seis cada uno, a partir de una terna de 36 candidatos
propuestos por las asociaciones profesionales de la judicatura y por un
número de jueces y magistrados que representaran, al menos el dos por ciento de
los que se encontraran en activo. El “pacto por
la justicia” acometido por los populares, ni acabó con el corporativismo,
ni avaló la independencia del tercer poder.
Pero la contrariedad por la ausencia de independencia no
viene dada tan solo por la composición del Consejo, que también, sino por la potestas de que se han revestido sus
miembros para elegir discrecionalmente a la élite judicial: presidentes de
sala, de secciones, de tribunales superiores o de audiencias provinciales, todo
ello al mejor estilo de la “libre designación” juntera. Ahí radica el quid de la cuestión; problema, por otra
parte, que se solventaría con el simple concurso de méritos reglado para los
ascensos.
El uso desmesurado de poderes desorbitantes por el juez y su
contrapuesto y perenne examen político resultan las dos caras de una moneda que
difícilmente encontrará el equilibrio.
No puede, no debe, transcurrir una legislatura más sin
resucitar a Montesquieu, para quien la libertad es producto del ordenamiento
legal construido sobre la base de la separación de los poderes principales del
Estado; algo, por otra parte, a lo que no están dispuestos ni los partidos
tradicionales ni los de nuevo cuño, en especial Podemos que sueña (y no se
esconden para decirlo) con el estricto control sobre la judicatura al más puro
estilo bolivariano.
Tendrá que ser la sociedad civil quien, desde la calle,
señale a sus mandatarios el camino por recorrer. Perdón, ¿qué he dicho?, ¿la
sociedad... qué?
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