Artículo de Luis Marín Sicilia
“Como se ha apuntado en alguna ocasión, quizá el drama español del
momento es que hemos dado categoría de políticos a personajes de nula
competencia para serlo”
“El panorama que se nos dibuja plantea dos opciones mayoritarias en
esas hipotéticas segundas elecciones: la constitucional liberal conservadora y
la revisionista antisistema populista”
“Lo primero que hacen es ponerse el chándal, nada de un mono de
trabajo, una vestimenta comercial o industrial o una bata sanitaria o de laboratorio”
“Y con el chándal pontifican, predican y expropian a capricho”
El voto del enfado, el del cabreo provocado por el “shock” de la crisis, ha dado un Congreso
de diputados muy fragmentado, muy diversificado, el cual parece encubrir un
cierto mandato del electorado a sus representantes, como diciéndoles: “este
dolor de cabeza, estas penurias que los políticos han provocado en nuestras
mentes, que la arreglen ellos, los políticos”. En consecuencia, el “shock”
traumático que afectaba a las clases medias y populares ha sido endosado por éstas
a las instituciones.
Ante la demanda de diálogo y negociación, la clase política
parece no estar por la labor, enquistada en un sectarismo sin límites, donde
cada cual pone sus propias líneas rojas para no entenderse con quien, más que
adversario, consideran enemigo irreconciliable. Son líneas rojas de partido, es
decir de interés partidario, alejadas totalmente de las verdaderas líneas rojas
que marca la inmensa mayoría de los españoles, los cuales se oponen al troceamiento
de la soberanía nacional y de la integridad territorial, que son elementos
definitorios de una ciudadanía única para el conjunto del Estado.
El desafío secesionista catalán, que de no frenarse tendrá
réplicas en otros territorios, la consolidación del crecimiento económico y la
amenaza terrorista, son premisas ineludibles para unir esfuerzos y programas
que den lo que hoy reclama el sentido común y los inversores generadores de
empleo: estabilidad y certidumbre. Volver la espalda a tales retos es no saber
defender los valores de la libertad, la democracia y la igualdad, que desde la
Transición han hecho de España un país moderno y avanzado, que sabe convivir y
progresar.
Ante esta realidad los políticos, una vez más, parecen no
saber estar a la altura de las circunstancias, apareciendo como prisioneros de
su sectarismo político, de su aversión al otro y de su intolerancia,
incompatible todo ello con el interés general. Como se ha apuntado en alguna
ocasión, quizá el drama español del momento es que hemos dado categoría de
políticos a personajes de nula competencia para serlo. Y el problema es que,
por lo que parece, el número de incompetentes crece en proporción geométrica,
elección tras elección.
Como consecuencia de todo ello, y salvo un momento de
lucidez de la clase política, todo parece desembocar en unas nuevas elecciones
donde el PSOE tiene el enorme desafío de no ser engullido por el populismo que,
tan irresponsablemente, ha contribuido a entronizar. Elecciones que, salvo una
bien fundamentada configuración por parte de los socialistas de su espacio
ideológico, nos llevarían a una especie de segunda vuelta a cara de perro, en
la que nos jugaríamos o la permanencia de nuestros valores consagrados en la
Constitución de la concordia, o la fragmentación social y territorial
auspiciada por el frente bolivariano-disolvente.
A la espera de saber si el PSOE es capaz de marcar
distancias con el neocomunismo podemita,
más allá de la única línea roja respecto a los referéndum secesionistas,
intentando para ello recuperar las señas de identidad reformistas y
socialdemócratas que definieron su esplendorosa etapa felipista, el panorama que se nos dibuja plantea dos opciones
mayoritarias en esas hipotéticas segundas elecciones: la constitucional liberal
conservadora y la revisionista antisistema populista. Es decir, un frentismo nada halagüeño para la
convivencia ciudadana.
Ante tal alternativa quizás sea llegada la hora de que
quienes defienden los valores del humanismo y de la honradez, acrediten que el
progreso real, el bienestar y la atención social son mucho más factibles
promocionando los valores de la inteligencia, la preparación, el mérito y el
esfuerzo, que desde posiciones igualitaristas a ultranza, las cuales solo
consiguen hacernos iguales en la pobreza, eso sí, menos al directorio de la
clase dirigente que deviene en nuevos señores feudales. Para ello hay que huir
de debates nominalistas y propiciar el contraste de medidas y actuaciones
debidamente argumentadas para acreditar qué políticas son realmente
progresistas.
Mientras el PSOE se aclara sobre si seguir jugando a Podemos
o recuperar las señas de identidad socialdemócratas, muchos ciudadanos tenemos
claro quiénes son los herederos de los que levantaron el muro de Berlín,
encarcelan a los venezolanos que no piensan como ellos o mantienen dictaduras
de tinte hereditario en Cuba o Corea del Norte. Son los nuevos aprendices de
brujo que, contando tan solo con menos del 20 % de los votos ciudadanos,
quieren “salvarnos” a todos con sus disfrazadas y viejas recetas
marxistas-leninistas, demagógicas y seudo revolucionarias.
El líder de la coleta no nos cuenta ahora que su amigo, el
griego Alexis Tsipras, aquel al que dijo que lo esperara que ya llegaba, a
quien espera pasado mañana es, no a la “Troika”, porque ya no son tres
sino cuatro los organismos que supervisan el tercer rescate griego. Espera a la
“Cuadriga” (Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional, Comisión
Europea y Mecanismo Europeo de Estabilidad) que va a supervisarle la forma en
que emplean el dinero del rescate. Rescate que ha supuesto ya un recorte de más
de 1.400 millones de euros en prestaciones y una rebaja media del 40 % de las
pensiones. La demagogia resulta cara, porque el dinero no lo dan las palabras
sino la confianza, el esfuerzo y la capacidad gestora.
Ni tampoco nos dice que esas medidas rimbombantes que
anuncia a través de esa cretinez llamada Ley 25 son las mismas que puso en
práctica su asesorado régimen bolivariano de Venezuela, con el resultado
lamentable por todos conocido. Son palabras bonitas (emergencia social, renta
garantizada, rescate energético, prohibición de desalojos y copagos farmacéuticos,
garantía de la dependencia...) que solo tienen el pero de que no hay país en el
mundo que pueda soportar su coste.
El resultado electoral cosechado por Podemos no va a serle
fácil de administrar a Pablo Iglesias, aparte de que no es tan importante como
pretende. Donde mejor ha salido es en Cataluña, pero allí la lideresa Ada
Colau, que fue en coalición con cuatro marcas, ya ha dicho que no se ve en
Podemos. Lo mismo puede decirse de las Mareas gallegas o de Compromís en
Valencia. Y no digamos de los bilduetarras
vascos o navarros, así como la rebelión que se producirá en sus bases del resto
de España con las concesiones a los secesionistas de aquellas regiones.
Lo que une a las diferentes plataformas podemitas es el activismo social. Estos teóricos de la nada saben
mover la calle o la Universidad, pero en su vida han dado un palo al agua. Los
hemos visto en todos los motines callejeros, en los escraches y en las mareas, pero resulta difícil encontrar entre
ellos a alguien que haya trabajado, a algún obrero, a algún autónomo o a
cualquier dirigente en prácticas emprendedoras.
Por ello, cuando este tipo de gente triunfa y manda, lo primero
que hacen es ponerse el chándal, nada de un mono de trabajo, una vestimenta
comercial o industrial o una bata sanitaria o de laboratorio. Y con el chándal
pontifican, predican y expropian a capricho. Basta con bucear en el currículum,
en la trayectoria de estos personajes populistas, para percatarse de que lo que
mejor saben hacer, en sentido figurado, es ponerse el chándal, como sus
asesorados venezolanos.
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