Artículo de Rafa González
Este
miércoles cogí, de milagro, el último tren a mi ciudad, Heilbronn, en la
estación de Stuttgart. Digo de milagro porque llegué de nuevo tarde con un
vuelo retrasado de Amsterdam, azotada estas fechas por vientos huracanados que
ponen todo Schipol patas arriba. Al entrar en el vagón, vacío, pude escoger una
mesa con sus cuatro asientos para mí solo. Cuando faltaban cinco minutos para
partir de la muy silenciosa estación, vi por el rabillo del ojo que otra
persona estaba entrando en mi mismo vagón, un hombre bien vestido y que,
misteriosamente, se sentó en mi misma fila, pero al otro lado. Como si no
hubiera suficiente espacio en el tren. Un servidor, que está ya muy curtido en
estas excursiones, adivinó en seguida que mi inesperado compañero debía
de ser un homosexual con ganas de entablar conversación, habiendo encontrado
presa fácil.
Y no
tengo nada en contra de los homosexuales, al contrario (parece mentira que aún
vivamos en unos tiempos donde uno tiene que justificar su opinión sobre la
legitimidad o validez de una minoría para hablar de ella). Pero ése era mi
análisis interior. Y, al cabo de un rato, supe que había acertado. El hombre
misterioso, que con su abrigo negro, botas altas y cabello moreno peinado hacia
atrás tenía un aire a Giotto Calendoli y debía de rondar mi edad, me tuteó nada
más arrancar en un alemán con acento suabo:
- Wo
fährst' hin? (hacia dónde vas?)
Levanté
la mirada de mi periódico y le dije, con la boca seca de haber corrido para
atrapar el tren, que me dirigía a Heilbronn. Inmediatamente mi interlocutor
empalmó con otra petición:
-
Perfecto. Puedes avisarme cuando paremos en Biesigheim? Voy a dormir un poco.
Le
dije que sin problema, y volví a hundir los ojos en un reportaje del periódico
para rechazar que el hielo se rompiera. Pero mi acompañante no apartó la
mirada, y al observar la gran bolsa en la que traía mi traje desde Inglaterra,
volvió al ataque con una pregunta abierta, de esas con las que no basta
responder con monosílabos:
- Warst'
groß einkaufen, gell? (has estado de compras, no?)
Un
poco desesperado, le dije, quitando importancia a mi respuesta con un gesto de
la mano, que solo me había comprado un traje en Londres para una conferencia
(mentí). Y al apartar la mirada, pude ver de nuevo con el rabillo del ojo que
mi interlocutor desviaba la mirada lentamente hacia su ventana, derrotado por
haberse topado con un viajero tan estrecho. Cuando abandonó el tren en
Biesigheim, el hombre tenía lágrimas en los ojos y me deseó buenas noches. Y
les voy a ser sincero, me sentí un poco mal. Porque yo había actuado con
prejuicios, sin saber nunca si esa otra persona buscaba pareja o una simple
conversación en un país donde cuesta más conectar con desconocidos. Quizá
simplemente su vida era más amarga de lo que cualquiera de nosotros nos podemos
imaginar. Familia desestructurada? Muerte de su novia? Una enfermedad
descubierta recientemente? Todo podría haber pasado. Y yo, por asegurarme mi
comodidad, rechacé mediante los prejuicios cualquier contacto.
Esta
es una simple anécdota para ilustrar lo que nos pasa a todos de vez en cuando.
También a usted, estimado lector. A diario vivimos situaciones en las que, a
base de tantas decisiones y desafíos que se nos presentan, debemos responder
acudiendo a los prejuicios o a la intuición. Pues bien, hoy es uno de esos
días. Solo que no tenemos en nuestras manos decidir sobre qué hacemos esta
noche, con quién entablamos conversación o si compramos dos o tres kilos de
plátanos. España vota, nada menos que para otros cuatro años (curioso, cuando
todo hoy es mucho más rápido y móvil que al inicio de la transición; sería
interesante hacer como los australianos, que votan cada tres años), y por
primera vez los españoles no deciden entre dos opciones, sino entre cuatro. Por
cierto, no deja esto de ser bipartidismo, aunque sea compuesto.
Mucha
gente se quedará hoy en casa, incapaz de ver grandes diferencias entre cuatro
partidos socialdemócratas (algunos obviamente más picantes que otros, los otros
más disimulados que algunos) tras una campaña muy superficial y dada al
espectáculo televisivo. Serán millones de personas los que dejen que los demás
decidan por ellos, lo cual nunca dejará de sorprenderme. Este tipo de personas,
por lo general, desconfía de cualquier político, sea del partido que sea,
porque les parece más cómodo pensar que todo va a seguir exactamente igual
ocurra lo que ocurra. Pero esto, desgraciadamente, es como si tirásemos
toneladas de pilas alcalinas al mar arguyendo que mañana, al fin y al cabo, las
olas van a abatirse sobre la playa con la misma intensidad, como si nunca
hubiera pasado nada, y sin tener en cuenta la alta contaminación.
Pero
también están los que, creyendo que con solo depositar su voto mañana,
cumplirán al 100% con su responsabilidad. Y esto no es siempre así. Aunque
esto no es exclusivo de España, sí es verdad que en el país del Qué dirán
de Larra, las elecciones se despachan especialmente con las entrañas. En España
generalmente siempre se ha votado en contra, o con la razón de un simple
eslogan. La gente acude a votar rebosando de prejuicios y de frases o
sueños que no son difíciles de encontrar en televisión. La opinión propia
es tan escasa como la lluvia de julio. Pero es que entre aquel grupo
reducidísimo que nos queda de gente que vota con cabeza, muchos lo hacen
pensando en sí mismos, sin importarle el rol importante que tiene su alrededor.
Y por supuesto que es legítimo que uno mire al fin y al cabo por su bolsillo,
pero no se puede votar al Partido de las Flores y enemistarse con el Partido de
los Camiones teniendo en cuenta que son los camiones los que traen el abono
para sus flores. En mi opinión, la partición de un Estado como España en 17
autonomías, muchas de cuyas regiones antes nunca existieron, ha favorecido ese
desentendimiento de los ciudadanos con deberes y campos que a todos atañen.
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