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domingo, 20 de diciembre de 2015

Mueva el culo y vote con cabeza


Artículo de Rafa González


Este miércoles cogí, de milagro, el último tren a mi ciudad, Heilbronn, en la estación de Stuttgart. Digo de milagro porque llegué de nuevo tarde con un vuelo retrasado de Amsterdam, azotada estas fechas por vientos huracanados que ponen todo Schipol patas arriba. Al entrar en el vagón, vacío, pude escoger una mesa con sus cuatro asientos para mí solo. Cuando faltaban cinco minutos para partir de la muy silenciosa estación, vi por el rabillo del ojo que otra persona estaba entrando en mi mismo vagón, un hombre bien vestido y que, misteriosamente, se sentó en mi misma fila, pero al otro lado. Como si no hubiera suficiente espacio en el tren. Un servidor, que está ya muy curtido en estas excursiones, adivinó en seguida que mi inesperado compañero debía de ser un homosexual con ganas de entablar conversación, habiendo encontrado presa fácil.
 
Y no tengo nada en contra de los homosexuales, al contrario (parece mentira que aún vivamos en unos tiempos donde uno tiene que justificar su opinión sobre la legitimidad o validez de una minoría para hablar de ella). Pero ése era mi análisis interior. Y, al cabo de un rato, supe que había acertado. El hombre misterioso, que con su abrigo negro, botas altas y cabello moreno peinado hacia atrás tenía un aire a Giotto Calendoli y debía de rondar mi edad, me tuteó nada más arrancar en un alemán con acento suabo:

- Wo fährst' hin? (hacia dónde vas?)

Levanté la mirada de mi periódico y le dije, con la boca seca de haber corrido para atrapar el tren, que me dirigía a Heilbronn. Inmediatamente mi interlocutor empalmó con otra petición:

- Perfecto. Puedes avisarme cuando paremos en Biesigheim? Voy a dormir un poco.

Le dije que sin problema, y volví a hundir los ojos en un reportaje del periódico para rechazar que el hielo se rompiera. Pero mi acompañante no apartó la mirada, y al observar la gran bolsa en la que traía mi traje desde Inglaterra, volvió al ataque con una pregunta abierta, de esas con las que no basta responder con monosílabos:

- Warst' groß einkaufen, gell? (has estado de compras, no?)

Un poco desesperado, le dije, quitando importancia a mi respuesta con un gesto de la mano, que solo me había comprado un traje en Londres para una conferencia (mentí). Y al apartar la mirada, pude ver de nuevo con el rabillo del ojo que mi interlocutor desviaba la mirada lentamente hacia su ventana, derrotado por haberse topado con un viajero tan estrecho. Cuando abandonó el tren en Biesigheim, el hombre tenía lágrimas en los ojos y me deseó buenas noches. Y les voy a ser sincero, me sentí un poco mal. Porque yo había actuado con prejuicios, sin saber nunca si esa otra persona buscaba pareja o una simple conversación en un país donde cuesta más conectar con desconocidos. Quizá simplemente su vida era más amarga de lo que cualquiera de nosotros nos podemos imaginar. Familia desestructurada? Muerte de su novia? Una enfermedad descubierta recientemente? Todo podría haber pasado. Y yo, por asegurarme mi comodidad, rechacé mediante los prejuicios cualquier contacto.

Esta es una simple anécdota para ilustrar lo que nos pasa a todos de vez en cuando. También a usted, estimado lector. A diario vivimos situaciones en las que, a base de tantas decisiones y desafíos que se nos presentan, debemos responder acudiendo a los prejuicios o a la intuición. Pues bien, hoy es uno de esos días. Solo que no tenemos en nuestras manos decidir sobre qué hacemos esta noche, con quién entablamos conversación o si compramos dos o tres kilos de plátanos. España vota, nada menos que para otros cuatro años (curioso, cuando todo hoy es mucho más rápido y móvil que al inicio de la transición; sería interesante hacer como los australianos, que votan cada tres años), y por primera vez los españoles no deciden entre dos opciones, sino entre cuatro. Por cierto, no deja esto de ser bipartidismo, aunque sea compuesto.

Mucha gente se quedará hoy en casa, incapaz de ver grandes diferencias entre cuatro partidos socialdemócratas (algunos obviamente más picantes que otros, los otros más disimulados que algunos) tras una campaña muy superficial y dada al espectáculo televisivo. Serán millones de personas los que dejen que los demás decidan por ellos, lo cual nunca dejará de sorprenderme. Este tipo de personas, por lo general, desconfía de cualquier político, sea del partido que sea, porque les parece más cómodo pensar que todo va a seguir exactamente igual ocurra lo que ocurra. Pero esto, desgraciadamente, es como si tirásemos toneladas de pilas alcalinas al mar arguyendo que mañana, al fin y al cabo, las olas van a abatirse sobre la playa con la misma intensidad, como si nunca hubiera pasado nada, y sin tener en cuenta la alta contaminación.

Pero también están los que, creyendo que con solo depositar su voto mañana, cumplirán al 100% con su responsabilidad. Y esto no es siempre así. Aunque esto no es exclusivo de España, sí es verdad que en el país del Qué dirán de Larra, las elecciones se despachan especialmente con las entrañas. En España generalmente siempre se ha votado en contra, o con la razón de un simple eslogan. La gente acude a votar rebosando de prejuicios y de frases o sueños que no son difíciles de encontrar en televisión. La opinión propia es tan escasa como la lluvia de julio. Pero es que entre aquel grupo reducidísimo que nos queda de gente que vota con cabeza, muchos lo hacen pensando en sí mismos, sin importarle el rol importante que tiene su alrededor. Y por supuesto que es legítimo que uno mire al fin y al cabo por su bolsillo, pero no se puede votar al Partido de las Flores y enemistarse con el Partido de los Camiones teniendo en cuenta que son los camiones los que traen el abono para sus flores. En mi opinión, la partición de un Estado como España en 17 autonomías, muchas de cuyas regiones antes nunca existieron, ha favorecido ese desentendimiento de los ciudadanos con deberes y campos que a todos atañen.

Es importante votar hoy con cabeza y pensando en las consecuencias. Quizá ayude la certeza de que hoy en día ya no se puede votar al mejor, sino al menos malo. No al que solucione más problemas, sino al que cree menos. Ni siquiera acudiendo a páginas como ésta donde se resumen los puntos más importantes de los programas electorales uno puede presumir de hacer uso de la razón. Porque queda sospechar cuántas veces se han prometido determinados puntos que antes no se han cumplido. Die Qual der Wahl, el dolor de la elección, que dicen los alemanes en rima. Pero es un dolor que sobreviene solo una vez cada cuatro años. Y merece la pena. Créanme que es mejor no quitárselo con un cubata que les proporcione alivio inmediato y resaca a medio plazo. Así que mueva el culo y vaya a votar, pero hágalo con cabeza.



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