Artículo de Luis Marín Sicilia
“Que Susana Díaz haya dicho que “España se juega el 20-D el modelo de
país” porque la Constitución “ha queda do obsoleta”, nos debe alertar sobre la
profundidad del pensamiento de estos jóvenes valores que interpretan la próxima
legislatura como un nueva Transición”
“El bolivariano de convicciones movedizas, Pablo Iglesias, parece haber
olvidado su pretensión de asaltar el cielo “rompiendo el candado de la
Constitución de 1978”, aspirando ahora a que hay que reformarla manteniéndola
como referente”
“Los que participamos de la Transición democrática, casi todos ya
jubilados, veríamos con buenos ojos que los actores de las nuevas generaciones
buscaran vías de encuentro para mejorar nuestra convivencia a través de
modificaciones legales, no embarcándose, salvo un amplísimo consenso, en
reformas constitucionales no suficientemente compartidas”
Pareciera que la mayor preocupación de los españoles fuera, antes de las elecciones del 20 de diciembre próximo, la reforma de la Constitución, según se desprende del empecinamiento de algunos líderes políticos en anteponer este tema a otras cuestiones que, de verdad, preocupan a los ciudadanos.
Que Susana Díaz, esa esperanza blanca del socialismo que dicen tiene reservados los billetes del AVE a Madrid, haya dicho que “España se juega el 20-D el modelo de país” porque la Constitución “ha quedado obsoleta” y hay que decidir "la sociedad que queremos para los próximos cuatro años haciendo los cambios necesarios" en la misma, nos debe alertar sobre la profundidad del pensamiento de estos jóvenes valores que interpretan la próxima legislatura como un nueva Transición.
Lo primero que tendría que añadir la presidenta andaluza es en qué ha quedado obsoleta la Constitución española, cuáles son los cambios necesarios que propugna y cómo y con quién va a realizarlos. Porque son necesarios los dos tercios o las tres quintas partes de los parlamentarios, según la magnitud de los cambios que se pretendan, para sacar adelante cualquier reforma de nuestra Carta Magna.
Por su parte el bolivariano de convicciones movedizas, Pablo Iglesias, parece haber olvidado su pretensión de asaltar el cielo “rompiendo el candado de la Constitución de 1978”, aspirando ahora a que “hay que reformarla manteniéndola como referente” para que no exista ninguna "imposición extranjera de la “Troika y otros organismos europeos”, tal como pasó, según él, con la de 1812 con la imposición francesa.
Olvidar que los organismos europeos no son, a efectos de nuestros tratados, extranjeros, pues sus decisiones nos vinculan, es incurrir en el mismo error que cometió su amigo Tsipras intentando que un referéndum le sirviera para incumplir sus compromisos, resultando, como por desgracia están comprobando los griegos, que las ayudas de sus socios europeos imponen contrapartidas y sacrificios si quieren seguir formando parte del selecto club de la Unión Europea. Aquella expresión de “espera Alexis que ya llegamos los de Podemos” ha debido olvidarla hace unos días cuando a su otrora amigo le hicieron una huelga general por los recortes, bajada de pensiones y sueldos y subida de impuestos que los populistas helenos se han visto obligados a realizar para hacer viable la subsistencia del Estado.
En realidad la Constitución es el marco legal en que se desenvuelven los grandes temas que regulan la convivencia de todos los españoles. Y es legítimo que las nuevas generaciones aspiren a una actualización de sus principios, pero sin olvidar que tal actualización puede realizarse sin necesidad de una reforma que puede abrir unos frentes de difícil control que enturbien la paz social.
La Constitución, por ejemplo, consagra el principio de la independencia del poder judicial. Si consideramos, como parece ser opinión generalizada, que dicho principio no se respeta como debiera en la actualidad, no se necesita reformar el texto constitucional; basta con aprobar una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial con el consenso necesario para ello.
De igual forma podría seguirse reformando la legislación que garantizara la profesionalidad y la imparcialidad de la función pública, cuyos principios básicos es tan notorio y lamentable que han sido laminados por los gobiernos tanto central como autonómicos. Reformas legales que devuelvan la función pública al derecho administrativo no precisan ningún cambio constitucional, simplemente que se respete el principio constitucional sobre la materia.
Y un tema en el que inciden todos los reformadores es el referente a la organización territorial, aunque no se ponen de acuerdo sobre si quieren un modelo federal o confederal, una autonomía o una simple descentralización, o se trata de un oxímoron como el del federalismo asimétrico. En todo caso, lo que no es de recibo es que se traiga este tema a remolque de un flagrante caso de desobediencia secesionista que lo primero que requiere es devolver el orden jurídico quebrantado.
En este último tema, lo prioritario es que la Constitución se cumpla, de modo que quienes acuerdan no obedecerla no pueden desempeñar ningún cargo amparado por la misma, y si lo desempeñan deben ser condenados por perjuros. Para esto no hace falta reformar la Constitución sino aplicarla con todas sus consecuencias. Y si el modelo quiere cambiarse, pónganse de acuerdo los dos tercios de parlamentarios, disuelvan acto seguido las Cortes, ratifique el modelo propuesto con el mismo porcentaje el nuevo Parlamento surgido de nuevas elecciones y, acto seguido, sométase a referéndum de todos los españoles, cuya opinión sobre el tema quizá no esté en sintonía con lo que impulsan los políticos.
En definitiva, la Constitución de 1978 fue un logro histórico que exigió renuncias de todos en pro de una convivencia que ha alumbrado la mayor época de prosperidad en la reciente historia española. Se consiguió tras arduas sesiones y múltiples debates y la sociedad española la respaldó muy mayoritariamente porque miraba hacia el futuro y olvidaba rencores del pasado.
Si los nuevos políticos consideran que su generación exige una reforma de nuestro marco de convivencia, háganlo con rigor, intentando interpretar correctamente la voluntad muy mayoritaria del pueblo español, buscando un nivel de consenso lo más parecido al que alumbró la Constitución vigente. Por el bien del país los diputados de las últimas Cortes franquistas se hicieron el haraquiri y votaron una reforma que los jubilaba de la acción política futura. Los que participamos de la Transición democrática, casi todos ya jubilados, veríamos con buenos ojos que los actores de las nuevas generaciones buscaran vías de encuentro para mejorar nuestra convivencia a través de modificaciones legales, no embarcándose, salvo un amplísimo consenso, en reformas constitucionales no suficientemente compartidas.
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