Artículo de Eduardo Maestre
Hoy es el último día de campaña electoral. Gracias a Dios! Y no: no voy a hablar de economía. Ni
voy a discutir lo bien que pusieron las vallas para que todo español de clase
media (llevada al borde del abismo!) circulara sin salirse del carril y poder
así, a nuestra costa, dejar de ser un país sospechoso
para convertirnos en modelo de
crecimiento y blablablá. Nuestra
pasta nos ha costado! Y nuestros sacrificios personales! Pocos hombres de
negocios pueden sentirse tan queridos
como los financieros españoles, que han sido rescatados con mi dinero y con mi renuncia a viajar en verano desde hace más de cuatro años. Coño!
Que viajen ellos, por lo menos! Viéndolos divertirse, uno se siente filántropo,
sabiendo que los años de esfuerzo personal, de renuncia a comprar
tintos de
medio pelo y de viajes de seis días al año a Galicia han servido para que los
directivos de Bankia y otras entidades puedan seguir yéndose de copas, de putas
y de coca ...pero making
bussiness para España!!!
Miren ustedes: no hablo de economía; hablo de que
hemos perdido cuatro años. Pero cuando lo hago, no pretendo negar la
recuperación económica de muchos de estos financieros (...la mía está aún por
llegar!); no niego que nuestros europarlamentarios han dejado de sentir ese
escalofrío en la nuca cada vez que se
cruzaban por los enmoquetados pasillos de Bruselas con cualquier otro político de los
demás Estados miembros. Ya no somos los españoles pedigüeños, los españoles desahuciados,
los españoles robaperas! Para algo tenía que valer la reforma laboral, el robo
de nuestras pagas extra, el estrangulamiento de los autónomos, la crucifixión impositiva y los IVAs de locos, no?
No: no niego los logros macroeconómicos de Mariano y
los suyos. Pero ahora que se acaban los cuatro años de gobierno del PP no puedo
dejar pasar la ocasión de afirmar que hemos perdido la oportunidad histórica de
mejorar la vida de los españoles
sustantivamente. Cómo? Pues eliminando los cortocircuitos que diariamente dejan
a oscuras a la ciudadanía, y que no son otros que la ausencia de Justicia, la
connivencia de los altos jueces con el Poder Ejecutivo, la sumisión del Legislativo a
este último, el exceso de políticos (y de sus cohortes semovientes, con el enorme
gasto que arrastran), la ausencia de contundencia penal y la lejanía de una
proyección de futuro para nuestros hijos y nietos. Básicamente, la ausencia de
separación de Poderes y sus catastróficas consecuencias.
Déjenme que les hable de la desconfianza. La
desconfianza es algo muy negativo si surge entre los miembros de una pareja,
entre los músicos de un cuarteto de cuerda o entre los operarios de una fábrica
de tapices. Pero en el panorama político de cualquier estado moderno, la
desconfianza supone la base y el sustento de la
auténtica separación de Poderes. La desconfianza entre las estructuras que conforman el Estado es la única garante de
una verdadera Democracia; lo único que puede otorgar a los ciudadanos auténtica
libertad.
Un Poder Legislativo en manos del Ejecutivo, como
ocurre en España, aboca con certeza al fracaso político; un Poder Judicial
manejado desde los asientos regulables del Gabinete presidencial implica, automáticamente,
la deslegitimación de la Justicia, y sus consecuencias inmediatas son la
ausencia de castigo a los que han hecho del ejercicio del Poder un cortijo
privado, así como la inmediata deshonra de la carrera jurídica; en España,
hace décadas que la palabra juez es sinónimo de muñeco de guiñol.
Hemos desbaratado, derrochado estos cuatro años de
mayoría absoluta de un partido que se denomina a sí mismo como liberal. Liberal?
Qué narices, liberal? Socialdemócratas,
es lo que han sido! Qué pena de cuatro años tirados por tierra! Cuatro años que
habrían sido preciosos para la resurrección del Estado; cuatro
años que, para colmo, han venido acompañados desde inicios del 2012 por una crisis gigantesca tutelada en su totalidad
por las fuerzas coercitivas legales de ese ente aterrador llamado Europa, circunstancia que se podría haber
aprovechado para encuadrar una reforma profunda de la estructura misma del
Estado.
Un partido que consiguió una amplia
mayoría absoluta, como fue el caso del Partido Popular hace cuatro años, debió buscar los acuerdos necesarios con el debilitado pero de alguna manera responsable
Rubalcaba para iniciar un proceso constituyente que desbaratara el constante
tremolar de los pilares de una Constitución que jamás en la vida podrá
garantizar la limpieza, la libertad ni la soberanía de los españoles. Dos tercios
de la Cámara, sobrados, podían haberse echado a la espalda la tarea de liberar
a los españoles del yugo postfranquista cuajado de nacionalismos separatistas y
vampirizado por diecisiete autonomías inexplicables. Pero todos han mirado a la
punta de su nariz y ni un centímetro más allá. Sin hombres de Estado, España ha
perdido el último tren hacia un Estado moderno.
Hemos malgastado, digo, estos cuatro años cruciales en
sacar a España de una crisis circunstancial sin haber modificado ni uno
solo de los cánceres que la asolan desde el 78, que no son otros que
la locura de dinero público que nos cuestan las 17 autonomías hemorrágicas en
las que se han instalado, como pólipos inamovibles, cerca de 400.000 asalariados:
entre presidentes, vicepresidentes, políticos, vocales, asesores, directores,
ejecutivos, secretarias, observadores, asavacas, defensores, hipocampos, malversadores, andorrantes, encubridores, lucecitas, subvencionadores, hojarascas, putas, copas y petardos, cuatrocientos mil empleados
-públicos y privados- viven sin pudor, y sin ser realmente necesarios, de nuestros impuestos y de las periódicas
inyecciones de los fondos europeos! Cuatrocientos
mil! Que se dice pronto!
Hemos perdido la oportunidad de presentar el Estado
de las Autonomías a la opinión pública como lo que aquél es:
un carcinoma maligno. Lo diré claramente: hemos dejado pasar el momento de, con
el argumento más que cierto de estar presionados por Bruselas, ir metiendo en
la cabeza de la gente la necesidad perentoria de replantear el concepto
de Estado. O, al menos, de reducir drásticamente las competencias de las
autonomías, devolviendo en el plazo de pocos años al Estado las esenciales:
Justicia, Sanidad, Educación, Orden público... Lo cual supondría no ya un
ahorro de cientos de miles de millones de euros anuales, sino el desbloqueo inmediato de las obstruidas arterias de
nuestra nación, sacando a ésta, entre todos, de la esclerosis en la que se
encuentra -ya, de una manera alarmante.
Cuando menos, hemos dejado pasar la chance de
corregir la Constitución para arrancar de las páginas de la misma la vergüenza de
declarar a unas regiones superiores a otras, o de concederles
privilegios que las demás, nadie sabe por qué, no pueden disfrutar. Así, hemos
perdido la ocasión de oro que ha dado esta crisis enorme, que ahora parece
empezar a remitir, de acabar con el Fuero
navarro y con el Concierto vasco,
esos dos incomprensibles derechos de
pernada medievales; hemos dejado pasar la ocasión de arrancar y arrojar al
fuego de la Gehenna los vergonzantes capítulos en
los que se puede leer con estupefacción que Cataluña tiene hechos diferenciales que la
colocan muy por encima de los Arcángeles, y aún a la diestra de Dios Padre!
Hemos dejado pasar, también, la ocasión de cambiar la
Ley Electoral; una Ley que, además de multiplicar por cuatro la representación
parlamentaria de aquellos partidos que se presentan ungidos a órbitas
nacionalistas, impide que un español nacido libre pueda aspirar a ser diputado
o incluso Presidente del Gobierno si no pasa de rodillas y con la cabeza gacha
por la estrechísima puerta de la pertenencia a un partido político. Hemos
dejado pasar la oportunidad de cambiar esta realidad cicatera y oscura, que
aleja de la Política a las mentes más preclaras y atrae a los ciudadanos más
mediocres. Hemos dejado escapar, digo, la oportunidad de elegir diputados
uninominales de Distrito: un diputado por cada 150.000 habitantes; un
representante de los votantes que se deba a éstos y que pueda ser revocado de
manera inexorable si se aleja lo más mínimo de su cometido en el Congreso, que
no debería ser otro que el de deberse a aquéllos que lo eligieron.
Hemos dejado partir el tren del progreso, que no
consiste en inyectar dinero a presión en tales o cuales actividades
supuestamente creadoras de empleo, sino en facilitar la vida de los ciudadanos
permitiendo que éstos sean libres; que estén representados verdaderamente en un
Parlamento de hombres libres que no se deban a disciplinas rigorosas de partido
sino al mandato de los ciudadanos que les votaron. Porque el progreso no
consiste en asegurar un salario mínimo de 1.000 euros, sino en que los jueces,
de modo inexorable, lleven a la cárcel a aquéllos que malversaron el dinero
público en las cajas de ahorro con la excusa de estar haciendo obra social, cuando la realidad es que desviaron
cientos, miles de millones de euros a sus partidos políticos y a sus familiares
y adeptos a la causa.
El progreso no es que se instalen en España empresas de juego con
sede en Hong-Kong que proporcionen cincuenta mil empleos directos en el primer
año con la condición de que se pueda fumar en los casinos, sino la garantía de que los funcionarios de la Administración no van a ser
sustituidos por empleados públicos elegidos a dedo por los políticos regionales
e inscritos en un hiperorganismo autonómico fuera de la Ley a
través del cual chorreen sin tasa las subvenciones, las aportaciones, los miles
de millones (no lo olvidemos: miles de millones de euros de la Caja Nacional) sin control legal de ningún género y sin posibilidad
alguna de que los bandoleros que de estas macroestructuras alegales viven
puedan ser llevados ante los jueces para que paguen por sus pecados
sociales. El progreso, en definitiva, no es que desde los despachos de una Comunidad Autónoma se presione al CGPJ para que quiten jueces peligrosos para el partido que gobierna y se sustituyan por otros dispuestos a pagar favores antiguos.
Cuatro años perdidos. Cuatro años en los que, cada
día, algunos imbéciles nos despertábamos pensando, soñando con la posibilidad
de que alguien con verdadero poder viera la luz y decidiera
hacer algo definitivo para mejorar no sólo la vida de sus compatriotas, sino
para garantizar el futuro de nuestros hijos. No sé por qué (menudo imbécil
soy!), algunas noches, mientras volvía conduciendo por la autopista hacia mi
casa, entraba en la ensoñación de que esto ocurriera; que Mariano Rajoy,
atravesado por un rayo gallego de tonos verdes y violáceos, se postrara ante
una de las banderas de España que sin duda debe haber por la Moncloa y, viendo la luz, gritara "Oh, Monteshquieu! Oh, Jeffershon! Oh, padresh de la
Democracia! Voy a comenzar un período de reeshtructuración de mi paísh, de
talesh magnitudesh, que aquéllosh que conozcan mi legado y mi obra en losh
siglosh veniderosh me tendrán por loco!"
Pero ni Rajoy se ha postrado ante ninguna bandera
española, ni ha visto más luz que la de la mesita de noche antes de dormir; ni
sabe quién coño es Montesquieu, ni falta que le hace! Tampoco puedo
cargar contra él, un registrador de la Propiedad criado en el holográfico consenso español del 78 y a la sombra del enorme sicomoro de la partitocracia. Qué va a hacer,
el hombre? En qué cabeza cabe que a este gallego exangüe se le ocurriera la
peregrina idea de mejorar para siempre jamás la vida y hacienda de sus
conciudadanos? Él se ha limitado a hacer lo que aprendió a hacer: registrar la propiedad. Y la propiedad, amigo lector, es del círculo de los partidos políticos y los medios de comunicación a ellos adscritos.
Liberar él a los españoles? No.
Nunca! Ni él, ni nadie de su entorno. Ni, por descontado, nadie que pertenezca a los demás
partidos políticos, casi todos ellos inscritos en la mayor parodia de
Democracia que se ha conocido en el mundo; tan paródica, que a la mayoría de
los españoles les parece real.
Hemos perdido cuatro años. Y no puedo decir que todo
siga igual, porque es mucho peor que eso: han aparecido relevos importantes;
jóvenes con el objetivo único de perpetuar este estado de cosas; chusma
política sin ánimo alguno de transformar España en una Democracia pero que se
visten y se presentan como renovadores. Ya ven ustedes! Albert Rivera,
renovador! Y Pablo Iglesias, el exégeta de Chávez y Maduro! ...Iglesias, renovador? ...Uf!
Ea! Voten ustedes el domingo! Yo también acudiré a las urnas de mi barrio. Votaré por el único partido decente que hay en España, borrado de los debates y de la difusión mediática por un acuerdo entre los cuatro cárteles que se disputan nuestro futuro inmediato. No sé si sacarán algún diputado, pero es que no puedo votar otra opción más que la de la dignidad.
Qué cuatro años más importantes hemos
perdido! Qué cantidad de trenes esenciales se han ido para no volver
jamás! Qué pena de España!
...Qué pena de nación!
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