Artículo de Sergio Calle Llorens
Llevo leídas algunas columnas sobre los cien días de
gobierno de Susana Díaz. La cosa va
desde el celo hagiográfico de los numerosos aduladores que ofrecen sus plumas,
solo les ha faltado ponerle una guirnalda a la palabra Andalucía,
hasta las críticas más furibundas contra la gestión de la fea sevillana. Como
observador de la política empírica quiero contribuir al debate señalando un
pequeño detalle: no han sido cien días sino doce mil setecientos setenta y
cinco. Mi cuenta numérica se basa en las tres décadas largas que lleva la secta
del capullo señoreando por estos lares.
Una época en la que la política ha oscilado entre el
energumenismo y la cháchara de café. La carta náutica de un naufragio anunciado
en la que todos, incluso los turiferarios del régimen, han terminado vomitando
a barlovento. Ni siquiera la Junta, que
supo encontrar a gacetilleros que por convicción, interés o servilismo ayudaron
al florecimiento del mito del socialismo andaluz, defiende ya que la aventura
regional haya sido un éxito para la sociedad. Lo único diáfano, al margen de la
inutilidad de todos los presidentes de la taifa, es la adscripción ideológica
de aquellos que trabajan en la administración paralela que tan cara nos sale.
Andalucía es, y
en eso incluyo los cien días de Susana Díaz, hablar, escuchar con fingida
atención, nunca negarse, prometer a medias y aplazar siempre. De la primera
modernización a la cuarta. De la Andalucía al máximo a la región de mínimos con
escuelas prefabricadas y listas de esperas kilométricas para ser operados en
los hospitales. De las soluciones habitacionales de Manuel Chaves -aquellos pisitos eran latas también- a las
vacaciones para las amas de casa. Del pleno empleo al paro perpetuo. El buque
andaluz se ha agitado tanto a babor estos años que parece estar borracho, y ni
un cielo curvado en la noche aterciopelada cuajada de estrellas nos hace olvidar
este estropicio meridional.
A diferencia de lo que afirmaba la propaganda oficial, Andalucía hay más que una y por eso no
podemos pagarla. Una autonomía hecha a imagen y semejanza de una rancia
aristocracia ajena al comercio. Un autogobierno dirigido por gente de
temperamento claramente sádico que no ha dejado ni uno solo colectivo sin
robar. Doce mil setecientos setenta y cinco lunas en las que cada vez que un
socialista se ha acercado a un presupuesto, nos hemos preparado para la
confusión y el desfalco. El sueño andaluz, que tanto ansiaban y necesitaban
algunos, se ha convertido en la peor de las pesadillas. No hace falta ser
licenciado en óptica para ver que Andalucía, desde un punto de vista político,
no podrá funcionar jamás.
Doce mil setecientos setenta y cinco jornadas que han valido
para hacer de oro a los sindicalistas y para ascender a una legión de
mediocres. Fuera de esta autonomía, los socialistas estarían sacándonos la
basura y cavando zanjas. En verdad, nunca se vio tal cantidad de gurruminos
tocando poder. Decir que Andalucía
funciona es un eufemismo de proporciones cósmicas grotescas.
De todo este tiempo se puede concluir que los dirigentes de
la taifa son alérgicos a gobernar. Al menos a gobernar bien. Algo que no parece
afectar a los andaluces que viven ajenos al ideal platónico de la perfección.
Aquí el pueblo es feliz con sus Vírgenes, sus romerías y su canal sur donde los
andaluces aparecen retratados como garrulos, porfiados, tercos, cansinos y
ciertamente descerebrados.
A todo esto, los cien días de Susana Díaz se me antojan los mejores de toda la autonomía por una
razón fundamental: la de Triana ha estado básicamente de baja maternal sin
poder hacer demasiado daño. Y eso, en una región cuyo modelo educativo sirve
para extender la idiocia colectiva, es decir mucho. Una vez incorporada al
trabajo, la presidenta ha decidido no volver a la facultad a formarse para que
los demás nos podamos seguir formando una pésima opinión de ella y de la
terrible autonomía andaluza. En cualquier caso, podrían tomar los socialistas
los cien días de Susanita, o las miles de jornadas en la que mandaron los
anteriores, para ir de rodillas a cada capital de provincia para pedir perdón
por todos los daños ocasionados en este tiempo que a mí me parece un siglo
interminable.
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