Artículo de Luis Marín Sicilia
Cuando una persona tiene dignidad, cuando un hombre se viste
por los pies y asume las consecuencias de sus actos, se comporta de manera que
merezca el respeto y la estima de forma decente y decorosa. No es este el caso
del rufianesco personaje que, para desdoro de la institución, aún preside la
Generalitat de Cataluña de forma interina, por muchas banderas separatistas que
le acompañen en su desafío a la Ley y a la Justicia. El subconsciente le ha
llevado a utilizar las mismas artimañas de todos los dictadores, la misma
búsqueda del aplauso fácil, la movilización de las masas con mensajes
simplistas, y todo ello con la misma finalidad de vivir del engaño y la estafa
sentimental.
Que no se felicite ni vanaglorie el "mesías" con el respaldo
de los suyos, porque el conglomerado de adhesiones tuvo el mismo tufo que el de
las concentraciones dictatoriales: alegatos a los propios y flete de autobuses
para su desplazamiento
Por mucho que la feroz invasión de las conciencias por parte
del monopolio político y educativo del separatismo haya calado en la sociedad
catalana, aún quedan personas con criterio propio, allí y en el resto de
España, que no van a tolerar la afrenta continua de personajes como el que nos
ocupa a la permanencia de España como nación de hombres libres e iguales. Y que
no se esconda en el lamentable espectáculo de los políticos separatistas que le
acompañaron en su comparecencia ante la Justicia, porque son esos políticos,
que viven de la política, los que están llevando a su pueblo al desconcierto,
la desconfianza y a una latente crispación desconocida hasta ahora en aquella
tierra. Además, Artur Mas tiene la cobardía de no asumir las consecuencias de
sus actos, aquellos de cuando dijo que "no hace falta que busquen más; el
responsable soy yo"; para desdecirse ahora manifestando que "el
proceso quedó en manos de los voluntarios".
Que no se felicite ni vanaglorie el "mesías" con
el respaldo de los suyos, porque el conglomerado de adhesiones tuvo el mismo
tufo que el de las concentraciones dictatoriales: alegatos a los propios y
flete de autobuses para su desplazamiento. La Plaza de Oriente sabe bastante de
ello y no digamos en la propia Barcelona cómo lo organizaba el notario
Porcioles, a la sazón alcalde de la Ciudad Condal, cuando el Caudillo la
visitaba. Y fuera de España, que le pregunten a los hermanos Castro como lo
hacen en Cuba, cuya bandera, por cierto, parecen copiarla los independentistas
catalanes con su "estelada".
La Justicia deberá hacer su trabajo, sin demora, ante el
desafío a la soberanía nacional que las actitudes chulescas del personaje están
llevando a cabo y ante las que no caben paños calientes ni posturas
equidistantes. Asistimos desde hace tiempo a la puesta en escena de un golpe de
estado en grado de tentativa o, como también se ha dicho, a cámara lenta. Ante
esta tesitura lo más sorprendente es oír frases de equidistancia o condenas de
inmovilismo. ¿Inmovilismo de qué? ¿Inmovilismo de quién?
Cataluña, como Galicia o Andalucía, es una parte de España
que nos incumbe a todos los españoles. Así es, así ha sido y así seguirá siendo
mientras los españoles no decidamos otra cosa. Y si alguien quiere irse o no
quiere ser español, como Fernando Trueba o Willy Toledo, que se marche, pero no
puede llevarse su cuota de España porque esa es de todos. Las veleidades
secesionistas catalanas ya han ocasionado históricamente graves quebrantos a
España, desde la pérdida del Rosellón y la mayor parte de la Cerdaña, a raíz
del "Corpus de Sangre" en 1640, hasta la desaparición de las
posesiones europeas y la pérdida de Gibraltar, como consecuencia de la Guerra
de Sucesión entre "borbónicos" y "austracistas", que
terminó en 1714. Y casi siempre por cuestiones más o menos latentes de índole
económica.
Jamás ha tenido Cataluña más competencias y atribuciones que
con la Constitución de 1978 y basta comparar su "estatus" jurídico
con el de lo que llaman la Cataluña Norte, es decir el Rosellón y la Cerdaña,
donde, a pesar de los ingentes fondos suministrados por la Generalitat, el
catalán sigue siendo un idioma marginal y, en materia política y
administrativa, su dependencia del poder central francés es absoluta. Por ello
resulta escandalosa la insistencia de los "neutrales" en hablar de
inmovilismo. Aparte de cariño, que debe ser recíproco, ¿qué más hay que darle a
Cataluña?, porque algunos empiezan a preguntarse si acaso el inmovilismo no se
refiere a la excesiva complacencia con la permanente e insaciable deriva
separatista.
Ante derivas similares, los países serios han actuado con la
máxima claridad y contundencia. Por ejemplo, en EEUU ante los meros indicios
secesionistas de Alaska, Hawai o Texas. Basta leer la contundente respuesta de
la Casa Blanca, el 14 de enero de 2013, ante una petición popular para utilizar
el "derecho a decidir" de Texas. Dicho derecho, contestó el
presidente Obama, no es argumento para permitir la secesión, ya que "la
Constitución de EEUU establece una unión permanente, indestructible y
perpetua". Idéntica contestación recibieron solicitudes similares de otros
siete estados sureños.
“Mientras la prensa internacional no duda en calificar a Artur Mas como
un presidente golpista, como lo han conceptuado en Alemania, algunos aquí, en
una equidistancia irresponsable, tachan al Gobierno de la nación como
inmovilista porque no "dialoga" con golpistas”
Abandonada la obligación de gestionar el interés público y
los servicios sociales, el gobierno de la Generalitat catalana ha situado a la
economía financiera de su región en la categoría de bono basura, cuya
pervivencia, para el pago de servicios y funcionarios, solo está siendo posible
gracias al apoyo del Estado español, al que, en correspondencia, se le veja e
insulta. Recientes reportajes de la prensa europea no dudan en calificar a
Cataluña como la región de Europa donde menos se respetan las libertades
democráticas de los ciudadanos, debido al mantra ideológico secesionista.
Los acontecimientos recientes exigen una contundente
respuesta del Estado de derecho español. Basta de ambigüedades cuando se
desafía el orden constitucional. Mientras la prensa internacional no duda en
calificar a Artur Mas como un presidente golpista, como lo han conceptuado en
Alemania, algunos aquí, en una equidistancia irresponsable, tachan al Gobierno
de la nación como inmovilista porque no "dialoga" con golpistas. Ello
explica, por ejemplo, que tal ambigüedad ha llevado al socialismo catalán, de
liderar dicha autonomía a resultar casi intrascendente en la misma.
Si para saciar a los insaciables hay que desmantelar el Estado
español, dígase con claridad por quienes tachan a otros de inmovilistas. Un 35
% de catalanes con derecho a voto no puede alterar la soberanía nacional,
porque tal porcentaje representa el 3 % (¡qué casualidad!) de la ciudadanía
española, en cuyo conjunto reside la facultad de remover dicha soberanía. Por
ello, cuando se hable de reformar la Constitución queremos saber en qué sentido
se propone tal reforma, porque muchos piensan que quizás haya que recuperar
competencias en materia de sanidad, educación y justicia, que son pilares del
principio de igualdad de todos los españoles. Y que no hacerlo sí que sería
inmovilismo.
Sorprendido y alarmado por la deriva del secesionismo
catalán, que se nutre aquí y ahora del descontento social derivado de la crisis,
el filósofo francés Bernard-Henry Levys ha apuntado la diferencia de los
separatismos europeos, como los de Alemania, Francia o Bélgica, todos de
derechas, con el catalán del que se ha apropiado la izquierda. La tradición
anarquista catalana no es ajena a esta circunstancia, y la burguesía de aquella
tierra se tendría, una vez más, por bien merecido el castigo que tal deriva le
puede ocasionar.
Pero, mientras los secesionistas catalanes purgan sus
propios errores, el resto de españoles, incluida la mayor parte de catalanes,
hemos de reclamar a nuestros políticos verdadero sentido de Estado. Basta ya de
"mindundis" haciendo política de barrio. Se precisan hombres de
Estado que profundicen en los análisis políticos en sus despachos y no en las tertulias
televisivas. Que lleguen a grandes acuerdos después de horas, días y semanas de
profundo diálogo, en silencio constante, buscando puntos de encuentro que
respondan al sentir mayoritario de la sociedad española. Y una vez conseguido
el consenso, entonces sí, proponerlo al conjunto de los españoles en una
consulta popular.
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