Artículo de Paco Romero
No nos engañemos: las últimas elecciones del 27-S y toda la
parafernalia plebiscitaria que le ha rodeado tienen su razón de ser, en última
instancia, en el desesperado intento de los nacionalistas catalanes por procurarse
un Concierto Económico al uso de la Comunidad Autónoma del País Vasco o del
propio Convenio navarro. Otra cosa, llámese plena independencia, no les
conviene y bien que lo saben, entre otras cosas porque el nuevo y pretendido
intento de diferenciación tiene su necesario correlato en forma de rotundo
¡basta ya! del resto de la nación española. Eso sí, con un solo error, el de
los que han señalado a la Constitución de 1978 como la madre de todas las
afrentas en ese sentido. Haciendo un poco de historia repararemos como nuestra
Carta Magna no ha sido, aunque sí la ha santificado, la generadora de una
desigual normativa tributaria que, indefectiblemente, repercute en los
bolsillos de los ciudadanos:
Desde finales del siglo XIX, tras la Tercera Guerra Carlista,
los territorios vascos ya contaban con el denominado Concierto Económico,
ratificado en el Estatuto de Guernica de 1979, norma que regula las relaciones
tributarias y financieras con la Hacienda española. Pero, incluso, antes de
1876, las tres provincias vascas ya gestionaban estas relaciones por sus
propios fueros. Álava y Navarra son los únicos territorios que han mantenido
tal potestad ininterrumpidamente, pues Franco les compensó su apoyo al
alzamiento salvaguardándolos, al tiempo que los abolía en las “provincias
rebeldes” de Guipúzcoa y Vizcaya.
“Pertenecer al Estado español les conlleva una serie de derechos que
tienen como contrapartida recíprocas obligaciones”
Es cierto, pues, que mediante un sistema añejo e inverso al
que soporta el resto de España, el País Vasco y Navarra vienen gestionando (con
la salvedad del IVA y de impuestos especiales tales como alcoholes e
hidrocarburos) sus propios recursos, recaudando y gastando, a voluntad, por vía
de impuestos y leyes anuales de presupuestos, además de ostentar sus propios
servicios de inspección y recaudación. Sin embargo pertenecer al Estado español
les conlleva una serie de derechos que tienen como contrapartida recíprocas
obligaciones. Esa y no otra es la finalidad del cupo vasco, que consiste en la
aportación anual de la citada comunidad al Estado por los gastos generales
referidos a competencias propias de éste, tales como Asuntos Exteriores,
Defensa, Cortes Generales, aduanas, ministerios, etc., sin olvidar las
inversiones en infraestructuras tales como las ferroviarias, puertos,
aeropuertos, etc. Esa contribución, que se renegocia cada lustro, se fijó en
1981, en función del peso de la economía vasca de entonces sobre el PIB del
total de España, en el 6,24 % del gasto total del Estado en los citados
asuntos.
Sin embargo el problema se hace todavía más complejo, y
termina enquistándose, llegado el momento de negociar esa ley quinquenal del
cupo ahora prorrogada desde enero de 2011, fecha en la que finalizó el periodo
de vigencia de la última, de manera que ese porcentaje inicial aún no se ha tocado
a pesar de que, según la gran mayoría de los expertos, la cifra, que sigue sin
revisarse, se elevaría hoy por encima del 8,00 %.
Como el importe del cupo vasco no depende de sus propios
ingresos sino de los gastos totales del Estado que le son repercutidos en el
porcentaje cifrado, al final resulta cierto que la Constitución ha venido a
confirmar (no a dar carta de naturaleza) un derecho de pernada vascongado y
cuasi inmemorial sobre los carpetovetónicos a los que, ahora, además, se les
obliga a “poner la cama”, pues está diseñado de tal forma que será favorable a
los del Rh negativo mientras la economía vasca supere la media del Estado -lo
que ha venido sucediendo desde la Revolución Industrial- produciéndoles
desventajas solo si se originara una caída mayor de su economía con respecto al
total nacional. Claro que, llegado ese momento, ya clamarían con algo parecido
a “Espainia lapurtzen digu”, traducción obtenida en la red del consabido
“Espanya ens roba”.
Está claro que la arcaica supervivencia de tales exenciones,
ratificada por la Disposición Adicional Primera de la Constitución, y que ahora
persigue con ahínco Cataluña, en nada se compadece con su artículo 14, que, con
toda fastuosidad, proclama la igualdad de los españoles ante la ley; privilegios
que no pueden suprimirse, como pretenden Ciudadanos y UPyD, sin entrar en la
reforma constitucional, circunstancia que, por otra parte, esperan como agua de
mayo algunos inconscientes.
Dar marcha atrás en esta materia, al tiempo que se fomenta
una política recentralizadora en
materias tales como Justicia, Educación y Sanidad, como ocurrentemente y con
ligereza gustamos pregonar, resulta absoluta y afortunadamente imposible. Es por
ello que la solución ha de encontrarse, con la experiencia acumulada, en una
redistribución de competencias más acorde y menos drástica y en la fijación de
un cupo objetivo que garantice no solo la contribución a los gastos del Estado
de los territorios forales sino el principio constitucional más olvidado por ese
sistema, el de solidaridad, que ha de seguir siendo una herramienta en manos
del Estado para disminuir las desigualdades entre territorios y para, en
definitiva, seguir denominando España al conglomerado de intereses egoístas que
entre todo hemos forjado.
Si no somos capaces, habría que ir pensando en solucionar
incertidumbres y coger de una vez el toro por los cuernos para no seguir alimentando
a esa fiera egoísta, insaciable y partidaria del ancho del embudo en todas las
circunstancias.
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