Artículo de Eduardo Maestre
Bueno, bueno! La que
tiene encima el Gobierno! Y ahora qué va a pasar? Con qué cara se va a
presentar Rajoy a las elecciones generales de la Navidad? Esas elecciones entrañables,
en las que el gallego ya se veía saludando desde el balcón de Génova tocado con
un gorro de Papá Noel! …How, how, how,
amiguitosh!
Cómo presentarse ahora
a los comicios navideños ocultando el cadáver nacionalista de Artur Mas, que
para esas fechas de amor y perdón estará, si no defenestrado por la CUP,
apartado en un segundo plano hediondo? Cómo tapar el hedor de un cadáver que
apestará toda la campaña? Cómo hemos llegado a esto? Cómo es posible que
hayamos estado contemplando atónitos, durante más de dos años, la construcción
de un golpe de Estado contra nuestro país? Un golpe de Estado pergeñado por un
presidente autonómico que, ante nuestras narices, se ha mofado de todas las leyes
constitucionales y administrativas, y al que se lo hemos financiado durante los
dos últimos años a través de los Fondos de Liquidez del Estado? Es decir: cómo
puedo asumir que este golpe de Estado explícito lo he estado pagando yo con mis impuestos?
Saben qué les digo?
Miren: cuando una Nación carece de proyecto... No. Permítanme que comience la
exposición basándome en un ejemplo más cercano: cuando un grupo de individuos
(un cuarteto de cuerda; un club de cine
de autor; un centro de estudios paleográficos) tiene un proyecto y fomenta
la consecución de objetivos que se ven y se perciben indiscutiblemente, podemos
hablar de un grupo cohesionado. Difícilmente habrá disensiones de calado en
dicho colectivo; especialmente si en ese club hay una o varias personalidades
con iniciativa, líderes que vayan por delante de los demás, anticipándose y
creando nuevos proyectos ilusionantes.
Pero cuando en el
cuarteto de cuerda no hay pretensiones de mejora, búsqueda de nuevas obras, o
incluso planteamientos de cambio de estilo; cuando en el cine club de autor
sólo se programan -nadie sabe por qué- películas de Bergman (Dios mío!!!) desde
tiempo inmemorial, y cuando en el centro de estudios paleográficos hay
resistencia por parte de aquéllos que lo dirigen en adentrarse en pliegos del
Barroco francés sin dar explicaciones, es altamente probable que las paredes
que sostienen el edificio de las relaciones interpersonales se resquebrajen sin
remedio. Y las fugas, las deserciones e incluso la creación de grupos paralelos
fuera del lugar de encuentro original comenzarán a darse. Es inevitable. No se
puede detener la aparición de proyectos ilusionantes (aunque sean
irrealizables!) en la gente cuando ésta está descontenta o carente de una meta
común.
En España falta eso: el
Proyecto; el proyecto ilusionante; el aliento que insufle de energía vital a
los españoles. Peor aún: no sólo no ha habido Proyecto desde 1978 -que yo
recuerde!-, sino que se ha eludido, se ha obviado, se ha tapado y hasta
calcinado cualquier posibilidad de que lo hubiera! Porque hablar de un proyecto español, de la proyección de
la nueva España que emergió con una gigantesca dignidad en las postrimerías de
la Dictadura se convertía automáticamente en motivo de sospecha. La bandera de
nuestra nación hubo que ocultarla como antiguamente se ocultaban los familiares
locos en el desván de las casas de los pueblos; cualquier referencia a España
como concepto era asociada
inevitablemente a nostalgia por el Régimen franquista. Menuda locura!
La reestructuración del
Estado en Autonomías dio pie a que cualquier proyecto para España fuera
ninguneado de inmediato: lo más urgente era construir
la autonomía! Y eso, por no hablar de aquellas regiones con ínfulas de
proto-Estado, como Cataluña y el País Vasco. Con éste, y mientras los
nacionalistas de ETA asesinaban con balazos del calibre 9 Parabellum por la espalda, o bombas colocadas de noche bajo el
chasis del automóvil, no hubo mucho que discutir; estaba claro: así,
asesinando, no iban a conseguir la independencia. Pero con los catalanes la
cosa era diferente: nadie creía en serio que Cataluña fuera a dejarse ir
por el camino de la secesión! Los demás españoles contemplábamos a Jordi Pujol,
Durán i Lleida y demás vividores como los obstinados representantes de la
burguesía catalana de toda la vida; chusma con pasta; vendedores de paños de
Tarrasa venidos a más y cuyo objetivo último era sacar para Cataluña otra carretera más, otra ciudad universitaria más, otro
congreso internacional más, otra
Olimpiada más, otra fábrica de coches
más…
Contemplando la actitud
de Felipe González en sus 13 años de Gobierno; la de Aznar, con o sin mayoría
absoluta; la de ZP en sus años de horror, e incluso la de Rajoy en estos cuatro
últimos años sin Estado en Cataluña, los demás españoles nos hemos preguntado a
menudo si en el Gobierno central habían caído en la cuenta de que los
extremeños, los andaluces, los gallegos, los aragoneses también existíamos!
Durante décadas, ya en
la Democracia (o en el sucedáneo de democracia que nos sirvió la desequilibrada
Constitución del 78), contemplamos cómo se iban a Cataluña los miles de
millones en inversión; no sólo inversión con dinero del Estado español, sino
inversión extranjera dirigida hacia
Cataluña por el propio Estado a instancias de los Pujol y compañía. Hemos
contemplado, estupefactos, que la complicidad evidente entre el PNV y los
nacionalistas etarras (ETA es esencialmente
nacionalismo: no nos olvidemos), esa complicidad durante décadas en la que
unos zamarreaban el árbol y otros recogían las nueces (Arzallus dixit), era premiada por el Gobierno
español con la concesión del Concierto vasco, gracias al cual los asesinos, sus
familiares, sus cómplices y el resto de la población vasca quedaron exentos de pagar
tributo al Estado. Para eso sirvieron los casi mil cadáveres con que regó ETA
las calles de España: para no pagar impuestos al Estado; ahora lo sabemos.
Esta situación,
mantenida en el tiempo, esclerotizó cualquier intento de creación de un
Proyecto para España. No ha habido ningún Gobierno que haya desterrado de su
acción la connivencia con los nacionalistas, con el agravante de que esta
connivencia incluía un desprecio tácito
por la Nación española. La construcción del sintagma “este país”, que tanta
fortuna tuvo y sigue teniendo entre las filas socialistas, no es más que un
reflejo eufemístico del miedo a la propia idea de Nación. Los nacionalistas,
que tampoco pueden mencionar la palabra España sin que les salga un brote de
erisipela, la sustituyen sin excepción por “el Estado español”, como si
hablaran de Lituania o de Serbia!
Pese a todo, creo que,
aunque los nubarrones se ciernen sobre Cataluña, el nacionalismo es un cáncer
que ha tocado fondo; una gangrena que ya no puede comer más tejido sano. En
Europa se establecieron hace tiempo mecanismos para vetar su participación en
los asuntos importantes. En el resto de Europa, los nacionalistas son
contemplados, tanto en los países que los sufren como en el Parlamento europeo,
como lo que son: un callejón sin salida. Hace poco ha dicho François Hollande,
parafraseando a Miterrand, esa hermosa frase que los define de un plumazo: “el
Nacionalismo es la guerra”.
Sin embargo, hay una
diferencia entre estos países europeos y España; una diferencia esencial que
les permite mantener a estos golpistas decimonónicos en un gueto casi exótico,
mientras que los españoles podríamos estar en cualquier momento al borde de la
guerra civil en la frontera de Aragón: que los demás europeos sí tienen un proyecto para su nación,mientras que nosotros no.
Esto es lo que falta:
tener una idea clara de qué somos y cómo queremos serlo. Un Proyecto. Es ya
urgente una reestructuración del Estado. Se hace esencial, para ello, derogar
la penosa Ley Electoral que nos mantiene encerrados en una burbuja irrespirable
exenta de verdadera Política y auténtica Democracia. Se hace improrrogable la
desaparición de las desigualdades, de los alucinantes fueros medievales, de los asombrosos derechos de pernada, de los insultantes hechos diferenciales y de las singularidades
pretendidas.
Hay que reescribir la
Constitución!
Hay que sentarse y
hablar, sí; pero para acabar de una maldita vez con esta monstruosa
Constitución, esqueleto deforme sobre el que se han ido tensando, como han
podido, unos músculos desequilibrados, unos hiperestesiados tendones y una
carne y una sangre que hacen del corpus
ciudadano un jorobado de Nôtre Dame aislado en su campanario, aterrorizado por
la mirada de las gárgolas totalitarias y rodeado de nacionalistas con horcas y
hachas encendidas.
Habrá que quitar alguno
de los niveles administrativos que ahogan al ciudadano. Que yo sepa, tenemos
tres: el Estado; las Autonomías, y los Ayuntamientos. Muchas de las
Administraciones que los sostienen están duplicando y hasta triplicando las
obligaciones administrativas del ciudadano para con su sociedad. De los más de
400.000 políticos (asesores incluidos) que viven de esta superposición anómala
de estratos administrativos, sobran más de 300.000: nada menos que el 75%. Para
conseguir una Nación unida con ánimo de vivir un futuro digno, hay que matar al
monstruo en que se ha convertido nuestro Estado.
Y si no matarlo, al
menos, cortarle una de sus tres cabezas! Y eso pasa ineludiblemente por la
devolución de la mayoría de las Competencias al Estado: Sanidad, Educación,
Justicia, Cuerpos de Seguridad, etc. No se preocupen ustedes: seguirán formando
parte de la Soberanía que los ciudadanos le cedemos al Estado! Pero su gestión
será más inmediata y con criterios más uniformes. La desaparición progresiva de
las Autonomías y la cesión de muchas de sus responsabilidades a la
Administración local (los ayuntamientos) y al Estado, supondrá un ahorro de
tiempo y sobre todo de dinero público; un ahorro astronómico!
Enfín: esto es ya
hablar por hablar, pues cada ciudadano tendrá un modelo de Estado distinto.
Habrá quienes quieran ver salir a la Familia Real con las maletas, camino de
Francia y urgentemente por los Pirineos; otros, estarán deseando escuchar el
mensaje navideño de Felipe VI antes de meterle mano al pavo asado; habrá
quienes quieran unirse a Portugal (lo cual no traería más que beneficios, y no
sólo económicos), y estarán aquéllos que preferirían mantener las formas territoriales como están. Son,
ésos, aspectos que, siendo importantes, en este momento no llegan ni a
secundarios. En cualquier caso, lo que está claro es que hemos llegado a un
punto de no retorno; un punto tras el cual, de sobrepasarlo, podríamos
fácilmente encontrarnos ante conflictos de mucho más calado e infinitamente
peores consecuencias que una simple guerra de Twitter.
Ya no es tiempo de
paños calientes, sino de soluciones enérgicas. Hasta aquí hemos llegado sin
poder hablar con libertad de España. Y saben qué les digo? Que ya no es
suficiente con tener un Estado; nececesitamos también tener una Nación. Y para ello hay que desterrar de las
Instituciones y de los espacios públicos a los golpistas, a los terroristas, a
los fundamentalistas y a los nacionalistas, todos ellos hijos de la misma
matriz: el odio.
Y, desengáñense: así
como para hacer una tortilla hay que romper huevos, para construir esta Nación -que,
pese a todos los agravios, pese a todos los insultos y contra todo pronóstico
nunca se dejó de llamar España- hay que abrir un Proceso Constituyente, iniciar
una verdadera y definitiva Transición. Pero no como la que hubo en el 78, que
consistió en abrir una puerta dentro del edificio que se había creado tras la
Guerra Civil para acabar entrando en el salón de al lado, sino en salir del
mismo de una maldita vez, y, una vez fuera y respirando el aire fresco de la
calle, dinamitarlo.
Y sobre unos planos luminosos en los que no se puedan repetir ni por asomo los gravísimos errores por los que hemos llegado al borde del abismo en el que estamos, entrar por fin, con la cabeza alta y sin más concesiones al odio y a las desigualdades, en la verdadera Democracia.
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