Artículo de Paco Romero
Un mes, tan solo un mes, ha sido suficiente para volver a la
rutina. Poco más de 30 días le ha sobrado a la sociedad globalizada, y a la
española en particular, para olvidarse de él; tal es así que, incluso, habrá
quien ponga en duda si alguna vez existió.
La foto del cuerpo sin vida de Alan Kurdi, de tres años, en
la arena de la playa turca de Bodrum, es ya historia; un borroso recuerdo
desdeñado y postergado por un vecindario facilón y egoístamente olvidadizo, una
vez dado por concluido el continuo machaqueo de esas televisiones que nos
mostraron el auténtico drama, y que, cierto es, a la vista de los resultados,
nunca lo fue suficientemente.
Se mostrarán, no obstante, en desacuerdo, quienes repliquen
que, gracias a aquella imagen, los estados y las organizaciones internacionales
se pusieron en alerta y tomaron -por fin- decisiones que concluirían con el
drama de los refugiados. Todo una burda mentira: los responsables políticos conocían
de primera mano, principalmente por informaciones directas de los gobiernos
turco, italiano y griego, de la magnitud del problema, por lo que el intento de
solución -devenido en simulacro- ya estaba en marcha antes de que la imagen de
Alan se hiciera mundialmente famosa.
De forma espuria y vil limpiamos nuestras conciencias y nos
quitamos el muerto de encima: “el
problema ya está en manos de quien tiene que aportar las soluciones; esa
centena de millar larga de refugiados, que representa solo la punta del
iceberg, ya está repartida por media Europa y, además -menudos somos- hemos
colocado en Getafe al entrenador de fútbol sirio zancadilleado por una
periodista húngara”. Así, de nuevo convertimos la anécdota en noticia, el
suceso en macrosolución para, a continuación, proclamarnos grandes y solidarios
mientras, eso sí, con el codo apoyado en la barra de la taberna, despiezamos otra
delicia de la Costa de la Luz y nos bebemos hasta el agua de los floreros.
Seguimos sin ser conscientes de que esa avanzadilla es solo
una pequeña parte de la gigantesca remesa de seres humanos que continúa huyendo
del horror de Siria y de otros lugares sojuzgados por la guerra y/o la
hambruna; desesperación, horror y terror que allí continúan atascados y a los
que ahora se suma el fuego cruzado de “aliados” internacionales (los últimos
Rusia y Francia) que no se sabe bien a quien apuntan, ni parecen tener claro lo
más elemental: quiénes son los buenos y quiénes los malos en un conflicto que lo
único que tiene asegurado es que los más desfavorecidos serán los de siempre.
En definitiva, un montaje más en el tablero de la
geopolítica que nos hace desvivirnos por unos expatriados de Premier League, en detrimento de otros,
de Segunda Provincial. ¿Por qué, si no, abrimos complacidos las puertas de Los
Pirineos, mientras invertimos fortunas en concertinas en las fronteras de Ceuta
y Melilla?
Una vez más la noticia de portada deja de tener virtualidad
cuando agota su recorrido (el que somos capaces de tolerar) y cuando vuelve a camuflarse sin pudor entre las
que atañen a cientos de niños y adultos sin rostro que desaparecen a diario en
el Mediterráneo devorados por alimañas a las que, por supuesto, eternamente “agradeceremos”
su natural comportamiento antes de que (ojos que no ven… ) aparezcan fotos que
nos hagan estremecer de nuevo.
A la vista de aquel ya lejano suceso, nuestro insensible
corazón -ese que permitimos irracional, insensata e irreflexivamente que nos
moldeen a diario los más pérfidos alfareros de la telebasura- es capaz de
vidriar nuestros ojos con lágrimas (de cocodrilo) con la misma facilidad que
nuestro selectivo cerebro se especializa en depurar la técnica para descarnar
langostinos con una mano sin manchar el reluciente catavino que sostiene la
otra.
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