Artículo de Jesús Andrés
En 1919, dos años después del triunfo de la revolución
bolchevique, el Régimen soviético da a conocer los nuevos fundamentos de
Derecho penal con los que sienta las bases de la judicialización del terror,
así como de la eliminación de cualquier derecho natural, que queda sometido
al iuspositivismo revolucionario.
Los Tribunales, anteriormente escogidos por sufragio
universal, pasan a depender directamente del comité ejecutivo del soviet;
mientras que a los jueces, lejos de ser independientes, se les exige
“experiencia política en las organizaciones proletarias del partido”.
La ley no tipificaba ningún tipo de sanción, lo que daba vía
libre a los Tribunales populares y revolucionarios para escoger las medidas
represivas que consideraran oportunas siempre y cuando éstas se guiaran, no con
arreglo a la legalidad, sino en base a la conciencia revolucionaria.
De este modo la justicia dejó de buscar la verdad para
convertirse en la herramienta de un sistema político que sentía la necesidad de
encontrar métodos con los que justificar la arbitrariedad que define a
cualquier Régimen totalitario.
El estado de la justicia en España, que desde hace lustros
conforma un eterno debate, especialmente en lo que concierne a su politización,
se agrava con reformas como la anunciada esta semana por el Gobierno de Mariano
Rajoy.
Con la vista puesta en las elecciones catalanas, y ante el
desafío separatista de Artur Mas, el Ejecutivo ha decidido modificar la ley
orgánica que regula el Tribunal Constitucional para dotarle de poder
sancionador.
Sin embargo dicha medida entraña grandes dudas a la vez que
riesgos.
En primer lugar huelga señalar que el Tribunal
Constitucional es, en sí mismo, un órgano político, en tanto en cuanto sus
miembros no precisan pertenecer a la carrera judicial y son nombrados
directamente por las Cortes Generales, el Gobierno y el Consejo General del
Poder Judicial.
Por lo tanto nos encontramos ante un órgano político,
constituido por políticos y formado por personas ajenas a la judicatura que a
partir de ahora tendrán potestad para sancionar.
Por otro lado, y al hilo del primer punto, el Gobierno
reconoce con esta medida su incapacidad para resolver un problema político y
traslada su falta de determinación a un supuesto órgano judicial que, a través
de la Ley, deberá zanjar una crisis que se remonta a la Transición y cuya solución pasa, necesariamente, por la
batalla de las ideas.
En Cataluña hace décadas comenzó un proceso artificial de
ingeniería social para justificar la perversión nacionalista sobre los
cimientos del espíritu irracional de los sentimientos que, como el odio o la
creación de un enemigo externo, ya le costaron a Europa y al mundo dos grandes
guerras y el fin de los principios y valores sobre los que se fraguó nuestra
cultura.
Desde hace décadas Cataluña vive en un sistema injusto en
tanto en cuanto sus ciudadanos se han visto privados de su propiedad, ya sea a
la hora de montar un negocio o de escoger la lengua en la que desean
desarrollar su vida como individuos libres.
PP y PSOE, cooperadores necesarios de dicha injusticia,
siempre prefirieron mirar hacia otro lado. Sometidos al cálculo electoral y a
las corrientes de opinión, han hecho dejación de funciones en Cataluña,
negándose, incluso, a hacer cumplir las múltiples sentencias del Tribunal
Supremo sobre inmersión lingüística.
Pero el nacionalismo es un enorme leviatán insaciable que
conquista los espíritus, elimina la personalidad y somete al individuo a la
colectividad de una masa maleable.
Al igual que el comunismo, el nacionalismo no entiende de
justicia, libertad o propiedad. Y todo lo que pueda quedar de ella es porque,
sencillamente, puede conformar un medio para lograr el fin.
Nos enfrentamos, por tanto, a un problema de enorme calado
que, como nos demostró la historia, no puede resolverse en una mesa, con lápiz
y papel, como creyó Chamberlain.
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