Artículo de Rafa González
Les sonará a
ustedes la isla de Ascensión. Situada a 1.600 kilómetros
de la costa africana y 2.250
kilómetros de Brasil, esta porción de tierra en medio de
la nada atlántica tiene mucha más historia de lo que parece. Como era costumbre
en la política penitenciaria europea de los siglos XVIII y XIX, fue en 1725
cuando llegó a la isla el primer presidiario holandés, el marinero Leendert
Hasenbosch, condenado por sodomía. Abandonado a su suerte en esta inhóspita y
desértica isla de origen volcánico, poblada entonces únicamente por ratas y
cangrejos, Hasenbosch no tardó mucho en tener problemas con el agua. En
Ascensión llovía más bien poco, y el pobre marinero, en su desesperación, tuvo
que cavar hoyos en la tierra para salvar las escasas gotas de lluvia que
decidían caer en esa isla maldita. Al no ser suficiente, el holandés comenzó a
beber sangre de tortuga y a ingerir su propia orina. Sus horas estaban
contadas. Al año siguiente, una nave inglesa atracó en la isla y solo encontró
la ropa del condenado y su diario.
Un siglo más
tarde, en 1836, nada menos que Charles Darwin desembarcaba en la isla con el
ánimo de incorporarla a su lista de territorios estudiados. Darwin se
sorprendió al corroborar que, efectivamente, en esa isla creada hace un millón
de años no había una mísera planta digna de tal nombre, y citó, mirando al
horizonte, lo que semanas antes le habían comentado en la isla de Santa Helena:
''Sabemos que vivimos en una roca, pero es que los pobres pobladores de
Ascensión viven sobre cenizas''. Pasaron unos años hasta que, en 1854, el
botánico Joseph Hooker llegara a una conclusión ya imaginada por muchos: la
razón de esa sequía era simplemente la falta de lluvias. Y se propuso crear un
verde ecosistema para la isla con una técnica peculiar. Los científicos debían
volcarse en la plantación de árboles que favorecieran la formación de nieblas,
para que éstas aumentaran los niveles de humedad y precipitaciones. Tales
árboles eran la higuera, el eucalipto, la agave o la acacia. Es decir, Hooker
no pensaba en una simple plantación artificial, sino que planeaba la
construcción de un ecosistema mismo que trajera el verde a la isla para
siempre, con el único propósito de hacerla más atractiva.
Sólo la sequía
de votos del Partido Popular andaluz puede explicar esa obsesión suya por el
verde. Al principio fue el mismo PSOE, el partido de los andaluces, el que
sustituyó las banderas rojiblancas por las verdiblancas para sus mítines del
Sur. Luego le siguió Izquierda Unida, que en Andalucía hace coalición con los
naturalistas para llamarse IU-Los Verdes, aunque no por hacer uso del color
simbólico de la Bética, sino por puros intereses ecologistas. Y el último en
subirse al carro del cromatismo como único instrumento electoral ha sido el PP
de Bonilla, ese político que piensa, quizá por haber desarrollado su carrera
política bajo el zapaterismo, que con una sonrisa perpetua y unos colores
sugerentes pero vacíos de contenido puede uno llegar a convencer a los
indecisos. Sigo pensando, desde las elecciones de marzo, que una pérdida de 17
diputados en el parlamento autonómico (con el partido gobernante inmerso en
múltiples escándalos de corrupción y sin haber sufrido baja alguna) habría
significado un terremoto político en cualquier otro país de nuestro entorno más
próximo. Pero no es así en España, qué le vamos a hacer, y es comprensible,
teniendo en cuenta que el candidato fue nombrado digitalmente desde Madrid, que
es donde se escribe la historia política de Andalucía desde 1990, y no en
primarias.
La estrategia
del PP andaluz en los ya 40 años de democracia sería inconcebible en una región
alemana como Baden-Württemberg, donde reside el autor que esto escribe. Este
estado federal, gobernado por cierto por los Verdes de Winfried Kretschmann
desde 2011 tras más de 50 años de rodillo de la conservadora CDU, es el segundo
más rico de Alemania después de Baviera, y tiene una fácil explicación. Aparte
de ser sede de grandes compañías del motor como Porsche o Mercedes, o de
multinacionales como Bosch, sus candidatos políticos son elegidos siempre por
primarias, y además pelean por ganar y hacerlo todo mejor que el anterior, sean
del color que sean. No solo no han renunciado Die Grünen (los verdes) a las políticas liberales, sino que
encima... las han fomentado! Dado que los liberales de la FDP abandonaron el
parlamento federal tras las elecciones de 2013, los verdes se han erigido como
única oposición liberal a Angela Merkel, hasta el punto de que el alcalde de
Tübingen, el ecologista Boris Palmer, llegó a proponer una vez en el periódico
Die Zeit la apertura de los comercios en domingos. Verdaderamente inconcebible
en un político andaluz del PP! Y no digamos ya un ecologista español...
Haciendo uso del
símil de Ascensión, pareciera que los verdes alemanes comprendieron desde un
principio que el ecosistema en sí era lo importante. Que no bastaba con plantar
y regar, sino que había que generar las condiciones en la tierra para un éxito
y una prosperidad económica futura innegable. Todo lo contrario que nuestros verdes andaluces, ese Partido Popular
que, ante el desfalco más grave de dinero público en la Historia de España, y
ante una sequía electoral de varias décadas, reacciona dando palos de ciego en
la niebla socialista, ante la desesperación de muchos, y plantando, a lo sumo,
lentejas en un vaso de yogur hasta las trancas de algodón.
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