Sábado de investiduras en los ayuntamientos españoles,
domingo de toma de posesión en el Parlamento de Andalucía.
Y es ahora cuando, de nuevo, a la vista de los resultados de
estos arreglos imposibles, se produce el histórico e histriónico conflicto de
dos palabras con la misma raíz pero de distinto significado: legalidad y
legitimidad.
Resulta incuestionable que la ley es la única que marca la
frontera entre lo legal y lo ilegal. La legitimidad, empero, se justifica, con
la ética, con la moral de quien toma las decisiones. Así, considerando legal lo
ordenado por la ley, surge a continuación la pregunta: ¿siempre es legítima la
ley? Frente a los que contestan afirmativamente, con rotundidad habrá de
replicarse que no siempre y, para terrible ejemplo, ahí está la historia
plagada de decisiones tan legales como inmorales y abyectas.
La legitimidad emerge de la voluntad
expresada por quien es el titular del poder soberano, en este caso del pueblo
español, quien democráticamente se pronuncia periódicamente ante determinados
hechos o intereses, cuestión radicalmente distinta de los sentimientos, de la
voluntad, de los que, a la postre, resultan ser sus simples apoderados.
Si no fuera así, ¿cómo se
explicarían los pactos en sentidos antagónicos de las mismas fuerzas políticas
en una localidad y en la más próxima, en el pleno de un ayuntamiento o en la
cámara autonómica? Ejemplos múltiples: ¿Cómo entender que Ciudadanos apoye la
investidura de una candidata del PSOE en el Parlamento Andaluz, de otra del PP
en el Ayuntamiento de Madrid o se abstenga -forzadamente- en Almería para
propiciar un alcalde popular? ¿Cómo concebir, hace ahora cuatro años, que la
misma fuerza, Izquierda Unida, merced a su abstención, invistiera a un
presidente del PP en Extremadura, en tanto que en Andalucía, meses después, se
empotraba en el gobierno con el PSOE?
Aunque la realidad se muestre tozuda
la interpretación se hace al antojo: parece claro que los electores andaluces
(65 %) votaron por cambio, nada que ver con el particular “fallo” dictado por
los electos al día siguiente, u ochenta y dos días después de las elecciones,
más aún cuando las avenencias llegan al tiempo que se ciscan sin rubor en sus
palabras de días antes. Y si no que se lo pregunten a Juan Marín: “Pactar con el PSOE es traicionar la
ilusión de la gente”, o a Pedro Sánchez: “El PSOE no pactará con Podemos”... “El PSOE no pactará con los
populismos”... “El PSOE descarta pactar con
Bildu”...
Todo vale para
que los favorecidos, que no elegidos, merced a pactos tri, tetra, penta y hasta
sexta partitos, retuerzan a su antojo la voluntad popular, cuya
interpretación -en aras de la legitimidad- debiera corresponder únicamente a
sus soberanos, a la nación, a la gente como es ahora la moda, motivo por el que
ya están tardando todos los partidos políticos en proceder, tirando de
legalidad, a la reforma de la ley electoral que permita la segunda vuelta ante situaciones
de ingobernabilidad como las que se divisan en el horizonte.
Estos dragomanes supremos de la
voluntad legitimaria se reputan ungidos por la gracia del pueblo para, sin
sonrojarse, decir digo y Diego a la misma hora, en su pueblo y en el de al lado,
o incluso en el propio pasados unos meses. Pero no, por encima de sus ladeadas
decisiones ha de prevalecer siempre la libertad individual, la única capaz de
interpretar deseos propios en detrimento de los eslóganes de voceros políticos
en los que florecen otra clase de intereses en nada coincidentes con la del
ciudadano de a pié.
Concluyendo: una cosa es la legalidad (lo
prescrito por ley y conforme a ella), que es lo que ha brillado en -casi- todos
los plenarios, y otra la legitimidad, que no corresponde a los electos
sino a los electores. Y digo casi porque no en todos sitios se ha cumplido ni
siquiera con la ley: las tomas de posesión en ayuntamientos nacionalistas
catalanes, navarros y vascos, y en consistorios y parlamentos podemistas
del resto de España, han estado preñadas de proclamas inconstitucionales y
contra legem que la Fiscalía General del Estado ya está tardando en combatir
con todo el poder de la ley, otra vez la legalidad.
En clave doméstica, las dudas sobre los apaños comienzan a
florecer:
Mientras esto ocurría, el hasta ahora alcalde se despedía haciendo el canelo, según el explícito reconocimiento del ex Manuel del Valle, cuyo consejo le llegaba anteayer, ya demasiado tarde: “tendría que haber gastado más y dejarle la losa al que viene detrás”, reconvención que, a buen seguro, será acogida por el novel primer edil sevillano: ¿Otra de setas? ¡Otra de setas!
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