El F.C Barcelona hace muchos años que venció los complejos
sobre los terrenos de juego. El fruto de esta superación es haberse convertido
en el mejor club de la historia del deporte. El antológico gol de Messi en la final copera vino a refrendar esa manera
de entender la vida como un acto poético de belleza inigualable.
Desgraciadamente, los catalanes y, por supuesto los vascos, han sido incapaces
de superar este falso victimismo de naciones agredidas por España. En realidad,
ni son naciones ni fueron atacadas por nadie. Al menos, no más que otros
territorios.
En cualquier caso, la pitada al himno español tiene su
origen en el año en el que a los socialistas se les ocurrió ceder la
competencia de educación a las autonomías y éstas, como era de esperar, inventaron la historia. No sólo Cataluña,
también a Andalucía le dio por el estudio de la figura del patán de Blas
Infante. Es obvio que los vascos y catalanes aprovecharon el control de la
educación para sembrar el odio a todo aquello que oliera a español. Todavía recuerdo a ese Manolito
Chaves afirmando que lo que fuera bueno
para Cataluña lo sería para Andalucía. Luego llegó Aznar, tras marcarse miles
de abdominales, para hacer todo tipo de concesiones a los nacionalistas,
mientras hacía poner una bandera gigante de España en el jardín de su casa de
Marbella De aquellos lodos vienen estos barros.
Silbar no es libertad de expresión sino la prueba palpable
de la mala educación de los nacionalistas. El triunfo de la turba sobre la
inteligencia pero, faltaría más, es una
victoria efímera e intrascendente. Sencillamente los catalanes y los vascos han
convertido su nacionalismo en una gigantesca gymkhana al aire libre. Una forma
de huir de sus complejos más enraizados. Cuando el catalanismo y el PNV se pregunten por qué pierden una y otra vez
contra España, deberían tornar sus ojos a esas pitadas estruendosas en las
finales de copa. Ese jugador del Athletic, creo que se llama Aduritz, muerto de
risa al escuchar los pitos y, dos horas más tarde verle llorar sobre el césped
es la prueba evidente de que jamás serán capaces de pagar el precio que les
lleve a la independencia.
La pitada al himno ha enojado enormemente a los españoles de
bien. Me hago cargo de ese tremendo cabreo. Sin embargo, no puedo pasar por alto
que muchos de esos que se mostraban indignados eran de Andalucía, la región que
sistemáticamente vota por la secta del capullo en todas las elecciones. Esa
organización en cuyos mítines desaparecen las banderas españolas y pacta con
cualquier fuerza nacionalista con tal de tener la llave de la caja. Muy
probablemente a esos sureños lo de la pitada al himno es lo de menos. Lo
relevante, lo verdaderamente importante es que su equipo, el Real Madrid, es
incapaz de terminar con la hegemonía del Barcelona en el futbol español. Cuesta
creerlo, pero esta gentuza no se muestra nunca tan indignada por los recortes
en sanidad acometidos por el gobierno andaluz, ni con el fraude de los cursos
de formación ni, mucho menos, con el latrocinio institucionalizado que dura ya
tres largas décadas. La pitada al himno, por tanto, hay que enmarcarla dentro
de esa frustración deportiva de ver al equipo de Luis Enrique ganando el
doblete, una espinita clavada en el
ojete del madridismo. Pura impostura demostrada por el hecho de que gran parte
de los mensajes de condena por la pitada iban dirigidos a los catalanes y, muy
pocos tenían a los vascos como
destinatarios. La hinchada mayoritaria en el Camp Nou el pasado sábado.
El problema no es quien agrede a los símbolos nacionales, sino lo
que estamos dispuestos a hacer nosotros
para impedirlo. Es evidente que el Barcelona y el Athletic de Bilbao deberían
ser sancionados un par de temporadas sin jugar la Copa del Rey pero, al margen
de sanciones deportivas, debemos trazar una línea más y el que la pase, que se
atenga a las consecuencias. Una raya fina e infranqueable tras la que no se
admiten expresiones como “en castellano”
“a Coruña” o la franquista “estado español”. Recuerden que es en el
lenguaje donde se comienza a fraguar todo este lío de nacionalistas de
campanario cuyas campanas hoy tocan por Paletonia, capital Barcelona.
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