domingo, 24 de mayo de 2015

Una edad fascinante y confusa




Disculpen ustedes que vaya a hablar de nuevo de mí, como hace unas semanas. Esta vez, sin embargo, no seré tan presumido, algo casi tipificado como delito en nuestro país; sino que voy a escribir una reflexión con la que muchos, espero, van a sentirse identificados. Además, tiene que ver con Andalucía. Si todos los caminos conducen a Roma, todas las reflexiones en este periódico conducen a lo andaluz.
Estoy a punto de cumplir 28 años, y tengo ya la clara sensación de que los 27 han supuesto un punto de inflexión trascendente en mi vida. A esta edad he descubierto cosas importantísimas, como que la esperanza de cambiar el mundo es inversamente proporcional al poder de cambiar uno mismo. Me explico. Cuando era un niño, pensaba (como todos los niños) que era imprescindible, que todo giraba en torno a mí, que el mundo me estaba esperando pacientemente para algo grande y que, incluso, como en la película El show de Truman, me vigilaban. Hoy, la percepción es diametralmente opuesta. Estoy convencido de que no somos nada, nadie espera a nadie, ninguna persona es imprescindible y todos pasan bastante de todos. Ahora me invade poco a poco la realidad, que me asegura que el mundo no lo puede cambiar una persona, ni siquiera el presidente de los Estados Unidos, que supuestamente es el más poderoso del planeta. Tampoco genios como Steve Jobbs, quien como mucho puede cambiar la forma de comunicarse, pero no los errores ortográficos al escribir, el volumen de voz a la hora de hablar por teléfono o la educación en los correos electróncios. El mundo, ahora caigo, lo cambian las masas. Sin embargo, junto con esta decepción, la edad de 27 años ofrece también gratas sorpresas. Una de ellas es que, al ganar independencia y responsabilidades, uno es cada vez más consciente del poder que tiene de cambiarse a sí mismo. Elegir el rumbo de su vida. Tomas decisiones. Reinventarse. 

Estas dos leyes inevitables han sido oscuramente reescritas en España en general y en Andalucía en particular, y además adquieren un caracter draconiano: hay una mayoría de jóvenes que siguen empeñados en cambiar el mundo sin cambiarse a sí mismos. Mi impresión es que en las últimas décadas, los políticos han conseguido, no sé si por medio del sistema educativo o por la omnipresente política shannoniana en televisión (relativa a Shannon, quien propuso el modelo comunicativo unidireccional, en el que el mensaje vendría del político al ciudadano, pero no al revés), que la esperanza por cambiar el mundo suba mientras el interés por cambiar uno mismo baje. Como resultado tenemos a partidos como Podemos en cabeza de las encuestas, ese movimiento con líderes que claman contra el capitalismo mientras en las entrevistas aparecen sentados frente a un ordenador Apple. Esto, que se acepta y se relativiza con gran facilidad por sus jóvenes simpatizantes, es el verdadero quid de la cuestión que debería desacreditar el programa de Podemos, y no tanto las historias de Venezuela o ETA. Como relataba Wolfgang Uchatius en el artículo de Die Zeit 'Sollich wählen oder shoppen?' (debo votar o comprar?), hoy en día, para acabar con las fábricas en Bangladesh, es más útil dejar de comprar camisetas made in Bangladesh que votar a alguien que prometiera acabar con el capitalismo. Aunque ello supusiera que los productos del primer mundo se encarecieran y los ciudadanos del tercer mundo pasaran de cobrar poco a no cobrar nada. Porque, caballeros, si Monedero aparece en sus entrevistas con un ordenador de Apple y sus manifestantes se dan cita por medio de Iphones y Facebook, poco puede cambiar la cosa, como mucho quizás acabaríamos sin Iphones, al estilo de Caracas, donde Zara cierra algunas semanas sus tiendas porque no le da la gana de vender la ropa al precio que ordena el gobierno. Lo que está claro es que es imposible comprar textil a precio de Indonesia pagando a los trabajadores con sueldos de Noruega. Y esto lo entiende cualquiera que no haya sucumbido a la ingeniería social de la que he hablado antes.

Otra cosa que he descubierto, esta vez debido a mi situación particular, es que no me siento en casa en ningún sitio. Se debe al estilo de vida inquieto, curioso y móbil que he desarrollado. Cuando estoy en España, país en el que no vivo desde 2011, me siento como un extraterrestre: no hablo como los demás, no me comporto como mis compatriotas, no tengo los mismos planes que el resto, rara vez coinciden mis inquietudes o mis intereses de ocio con los de los demás... En definitiva, me siento como un turista que habla la lengua de los indígenas a la perfección. Esto tiene un inconveniente bastante irritante. Me ocupo bastante de la actualidad en España, sobre todo mediante este diario, ya que las personas suelen interesarse por todo aquello con lo que han crecido, aquello que en definitiva conocen. Pero, al sentirme como un turista, me vengo abajo cuando noto que lo que aprendo o descubro no puedo aplicarlo o transmitirlo porque la gente pasa. No puedo invitar a nadie a ayudarme a cambiar una tierra en la que además ya no vivo, porque la gente en esa tierra cree que los cambios tiene que darlos un señorito con su cetro, y no toda la sociedad. Añadan ustedes al cocido gitano la división ideológica que maman las familias como si de un equipo de fútbol se tratara, y que les lleva a votar antes a un corrupto que a otro que tiene ideas sinceras pero... diferentes.

El fin de la veintena es la edad donde la reflexión es más profunda, pero donde la conciencia de acción se modera. Tiene uno que conformarse con su granito de arena, y tener el suficiente coraje para aceptar no sólo que esa arena ya no forma una cala (antes bien un desierto), sino también las nuevas responsabilidades que va dando la vida.



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