Latrocinio,
corrupción, fraude… De aquellos ya antiguos polvos, el actual lodo de recortes,
podas y amputaciones del “estado de bienestar”.
A
todos nos sale de lo más hondo -incapaces muchas veces de observar la viga en
el ojo propio- el reproche raudo, la crítica pronta, la censura diligente,
cuando miramos la paja en el ajeno, si bien es cierto que en este asunto, las
motas bíblicas han permutado las órbitas.
Sí
-¡quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra!-, por acción o por
omisión, en mayor o menor grado, todos nos acercamos, sin llegar a su
categoría, a la figura de sartén amonestadora de negros cazos.
Naturalmente
que la corrupción también admite jerarquías, aunque el podio es sin duda para
los que, pudiéndola impedir, escarmentando merecidamente a los podridos, la
consienten, la encubren, la disimulan.
La
actual escombrera tuvo un origen común en la Europa del euro: nos inundaron de
billetes, nos creímos “los reyes del mambo”, atestamos nuestros garajes de audis y bemeuves de última generación, por igual asalariados y patrones
-¿qué diferencias hay?, también tenemos derecho-.
Nos
acostumbramos al viajito en avión
como si del ferrobús -de los setenta- se tratara, acompañábamos a nuestro
equipo no solo a las finales, sino a “intrascendentes” encuentros a centenares
de kilómetros, nos hicimos no solo con una excelente escopeta sino con el
último grito en rifle con mira telescópica, naturalmente asociado a la cuota
correspondiente del coto privado de caza; nos “sobraban” los cuartos -o al
menos eso nos creíamos- para permitirnos la segunda (incluso la tercera)
vivienda en la playa o en la sierra… lo que llamó la lógica atención del
prójimo más desfavorecido allende las fronteras y la arribada del “papeles para
todos”.
En
definitiva, malinterpretamos el “estado de bienestar” entendiéndolo como
“nación de nuevos ricos”, derrochamos en pólvora, cócteles y néctar lo que,
necia e irresponsablemente, creíamos nuestro… Y no, claro que no lo era: nos lo
habían “emprestado”.
En
esas andábamos, complacidos, gozosos y entusiasmados cuando ¡pluf!, la burbuja…
La crisis, tantas veces anunciada como mil veces negada, hacía su aparición y
los “caraduras” prestamistas, sin pedirla, nos presentaron la cuenta. Ilusos,
quijotescos, comprobamos con estupor los ceros aún pendientes del principal del
préstamo.
Todos
responsables, insisto, en mayor o menor grado, dependiendo de la cantidad;
igual de cínicos, por la escasa nobleza del linaje que nos adorna: desde el
lápiz “prestado” de la oficina, o el abuso del teléfono, a los flagrantes ERE, Gürtel, Enredadera o Púnica, sin
obviar el escaso aprecio que hemos hecho -¿seguimos haciendo?- del dinero
público cuando el amigo, el familiar, o el vecino más cercano consiguieron, en
fraude de ley, engañar al Estado obteniendo una pensión; o la mudez cómplice
para con quiénes -turismo sanitario en ristre- “disfrutaban” de intervenciones
quirúrgicas abusando de un sistema, el nuestro, a punto de colapsar, sin
olvidar los jaleados silencios hacia quiénes se regocijaban de enganches
irregulares de luz o de abastecimientos fraudulentos del servicio de aguas, o
las carcajadas a coro tras escuchar aquello de “mi hijo tiene dinero pa
asar una vaca”.
Todos
cómplices -¿con IVA o sin IVA?- de una economía sumergida que aporta cero al
común y ciento por cien a la delincuencia económica. Todos condescendientes con
estos malandrines que, por arte del birlibirloque, se convierten,
insolentemente, en puntas de lanza de las manifestaciones contra la
podredumbre.
Asumamos
que la corrupción nos atañe a todos y todos, no solo gobiernos, jueces y
fiscales, estamos llamados a combatirla. Consustancial con el ser humano,
siempre estará latente, unas veces enmascarada, otras manifestada en todo su
esplendor, pero siempre a tiro de piedra de una ley pronta que la combata,
conjugada con una exquisita educación, una vasta cultura y una amplia
instrucción.
¡Cuán
largo me lo fiáis!
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