Artículo de Luis Escribano
“Si España quiere resucitar
es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las
perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de
minorías ilustres y el imperio imperturbado de las masas.” (Ortega y Gasset, España invertebrada)
- Los separatistas catalanes y quienes los apoyan cometen el error más grave de sus vidas.
- Resulta patético e insultante que Susana Díaz proclame a viva voz que está en contra del separatismo.
- Para conducir un coche han de aprobarse unas pruebas teóricas y prácticas. Sin embargo, para presentarse como candidato en unas elecciones no exigimos una preparación para quienes tienen que “conducir” todo un Estado.
Empezaré el
artículo con una matización a la reflexión de Ortega y Gasset: indudablemente prefiero
mayorías ilustres siempre que sea
posible. Sin embargo, la primera frase deberíamos tenerla como referente los
españoles en todas las viviendas, aulas de centros educativos, lugares de
trabajo y, muy especialmente, en las sedes parlamentarias, gubernamentales y
judiciales.
Mañana es el día
de las elecciones autonómicas en Cataluña, aunque algunos oportunistas y
populistas se hayan empeñado en vestir el evento con el traje de “plebiscito”. El
debate y la reflexión durante el periodo previo a estas elecciones deberían
haberse centrado en los asuntos que preocupan a la ciudadanía catalana, como el
desempleo, la corrupción económica y política, las políticas públicas, el gasto
público (educación, sanidad, asuntos sociales, justicia, inversiones, etc.) y
su financiación, sostenibilidad y eficiencia; la organización y gestión
pública, la economía a distintas escalas, etcétera.
Pero la realidad
ha sido otra. Los debates y, en algunos casos, las disputas, se han focalizado en
un asunto que no es nuevo: la separación de España de una Comunidad, la
catalana, tan fundamental como todas las demás. Y digo fundamental porque parto
de una premisa básica: la separación
debilita a las partes, mientras que la unión siempre fortalece. Y si no es así,
¿para qué narices nos hemos embarcado en ese proyecto de Unión Europea,
cediendo incluso parte de nuestra soberanía? ¿No es contradictorio que los secesionistas
catalanes quieran separarse del Estado español para unirse a la UE cediendo otra
vez parte de la soberanía? Sí, es una de sus tantas contradicciones.
En estas semanas
de absoluta vorágine informativa, he escuchado a unos, he debatido con otros, y
he acabado haciéndome esta pregunta: ¿por qué hemos llegado a esta situación?
¿Qué puede haber ocurrido para que un minúsculo grupo de ciudadanos de Cataluña
plantee la separación de esa Comunidad del Estado español y sea seguido por un
numeroso grupo de ciudadanos?
Comencé a
escribir este artículo el jueves pasado, cuando aún no había leído la
entrevista de Lucía Méndez a Albert
Rivera que publicó ayer viernes el diario El Mundo, cuya lectura les
recomiendo. Mi sorpresa fue que muchas de sus opiniones coinciden con las que
ya tenía escritas e incluso comentadas con algunos amigos. No voté a Ciudadanos
en las últimas elecciones autonómicas de Andalucía por las razones que expuse antes de la celebración de dichas elecciones
en uno de mis artículos anteriores (no me equivoqué en mi predicción con Juan Marín).
Pero debo reconocer que en esta materia del separatismo, Albert Rivera ha
acertado de lleno, y coincido plenamente con sus opiniones, salvo alguna excepción.
Entre éstas, con claros criterios electoralistas, apuntar como culpable único
del problema del separatismo a Rajoy, que es uno más de los actores que han
tenido cierta cuota de responsabilidad. Pero no sólo ha fallado Rajoy, sino el
Estado en su totalidad, incluida la sociedad española.
Albert Rivera
puede contribuir con sus ideas al debate que necesita España, pero teniendo en
cuenta que sin un buen proyecto y las acciones pertinentes no se puede
realmente asegurar el éxito y la necesaria unión. ¿De qué serviría tener buenos
jugadores si las reglas del juego no consiguen que éste llegue a ser atractivo
e ilusionante?
Los
nacionalismos o separatismos en España no son más que la consecuencia de un
Estado fallido: un Estado que no goza de un diseño constitucional óptimo
derivado de un proceso constituyente sin restricciones y sin consenso entre partidos
políticos (justo lo que falló en la génesis de nuestra actual Constitución de
1978); un Estado sin las libertades que ofrece un adecuado régimen electoral y
una verdadera separación de poderes; un Estado en el que se ha instaurado la
corrupción como sistema, incluido el nepotismo y su mediocridad; un Estado en
el que no hay Justicia material; un Estado en el que sus políticos se pierden
en debates y peleas estériles sin visión ni misión alguna, sin proyecto a medio
y largo plazo; un Estado cuyos ciudadanos no se esfuerzan en ilustrarse (salvo unos
pocos); un Estado empeñado en minimizar la disciplina (no confundir con autoritarismo)
y en alimentar el “todo vale”, en confundir “libertad” con “libertinaje” y no
luchar cada día por esa Libertad. En definitiva, un Estado que tiene muchas
vías de agua, y cuyos ciudadanos han ido perdiendo la ilusión al observar que,
con el paso de los años, sus males no acaban de resolverse nunca.
Un Estado mal
diseñado y peor conducido es una clara invitación a los oportunistas para que
saquen de paseo las banderas separatistas y populistas. Ante la debilidad que
les brindan los políticos y demás españoles, no pierden la ocasión para
difundir ideas tan absurdas como que separados vivirán más felices y orgullosos,
cuando la realidad es que ese particularismo se volvería a despertar cuando el supuesto nuevo Estado que se creara no respondiera a
las expectativas que se esperaban y fallara igualmente, lo cual es lo más
probable si uno profundiza en el conocimiento de la sociedad española, la de
cualquier Comunidad incluida la catalana. Es un ciclo absurdo que no lleva al
éxito, sólo a fracasar de nuevo.
Un Estado que
funciona, un Estado en el que los ciudadanos tienen motivos para ilusionarse y sentirse
orgullosos, un Estado donde el esfuerzo se premia y donde las libertades se
defienden día a día, un Estado que gravita en el imperio de la ley, un Estado
que minimiza la corrupción, un Estado cuya separación de poderes es verdadera, un
Estado cuya Justicia es ejemplar, un Estado fuerte en comparación con el resto
de Estados, forzosamente lleva a la unidad de toda su ciudadanía. ¡Nadie se
plantearía separarse!
Por ello,
comparto estas palabras de Albert Rivera:
“Estoy
convencido de que cambiando España el independentismo se frenará. Cuando España
ha funcionado bien, sólo un 25% de los catalanes ha apoyado la independencia.
Ese porcentaje ha aumentado porque España no funciona. Y para eso no basta con
sacar la bandera de España. No puede
haber España unida si no se regenera”.
Lo que resulta
patético e insultante es que Susana Díaz
-y su mediocre equipo- proclame a viva voz que está en contra del separatismo y
que defenderá la unidad de España, cuando es la primera que procura, hasta
extremos insufribles, el descalabro de todas las instituciones públicas y de la
misma sociedad andaluza, a la que mantiene subsidiada, sobornada, sumisa y, por
supuesto, desunida. ¡Y todavía hay algunos fanáticos o ingenuos que la tachan
de “estadista”! ¡A que extremos de deterioro hemos llegado!
Viendo lo que
ocurre en Cataluña, y no puede descartarse que se inicien movimientos similares
en otras Comunidades, quedarse en la superficie del problema no nos ayudará a
su análisis y buscar posibles soluciones. Es obvio que una mayoría de españoles
está desilusionada, apática, sin interés por la política, y la señal más clara
es que la abstención sigue aumentando, o los votos se dirigen a nuevos partidos
salvadores o a desconocidas organizaciones políticas.
Ese descontento
en Cataluña ha sido reconducido por determinados oportunistas hacia el
separatismo o regionalismo, vendido como la solución al problema que, astutamente,
han adjudicado a las instituciones del Estado español, descartando cualquier
responsabilidad de las instituciones catalanas, y con un cristalino objetivo:
alcanzar las cotas máximas de poder, de competencias, y por tanto, de
financiación, de dinero (el 3 y 5 % multiplicaría las finanzas privadas de
muchos corruptos). Los populistas y separatistas históricamente nunca han
aspirado a otros proyectos más elevados que el de concentrar el máximo poder y
uso de las finanzas públicas.
Sin embargo, otros
españoles, incluyendo a muchos catalanes, ante ese descontento que la crisis
económica ha agravado, se han refugiado en otros partidos políticos nacionales,
regionales y locales (Ciudadanos, Podemos, UpyD, Vox, Equo, etc.), en un
intento de romper el bipartidismo PP-PSOE en el Gobierno de la nación, que
supuestamente es la causa que nos ha llevado a la situación actual de crisis
social, intelectual, política, moral y económica.
Lo negativo de
todo esto, desde mi punto de vista, es que estas decisiones de los ciudadanos
no resolverán la situación, porque no depende exclusivamente del partido o
partidos políticos que elijamos para los Parlamentos, aunque su cuota de
responsabilidad pudiera ser elevada. Todos los españoles, y cuando digo “todos”
lo digo sin excepción, tenemos nuestra parte de responsabilidad de lo que nos
ocurre, tanto sea por acción u omisión.
Intentaré
explicarme. En algún momento de nuestras vidas, casi todos hemos practicado
algún juego o deporte en equipo compitiendo con otros. Yo no recuerdo que
hubiera alguien que quisiera jugar en un equipo que de antemano calificáramos
de “perdedor”, debido a que sus miembros eran mediocres o poseían escasas
cualidades deportivas. De niño –y de adulto- siempre quería estar en el equipo
de los mejores, en el equipo que tenía la posibilidad de conseguir la victoria.
Necesitaba estar en el equipo más atractivo y del que me sintiera orgulloso,
donde uno se ilusionara por la posibilidad de conseguir la victoria, aunque
para ello tuviera que competir duro. Y ese orgullo e ilusión nos unía con
estrechos lazos.
Sin embargo,
cuando por azar de la vida me tocaba jugar en el equipo de los “malos”, tu ilusión
se venía abajo, esperando que ocurriera algo –o provocándolo- para poder
cambiarme al equipo que me ilusionaba. Disimulaba el descontento, pero en el
fondo existía, y me afectaba.
Si los españoles
hemos dado por válida la “Transición” (en mi opinión, considerarla ejemplar es
un craso error), con su consiguiente modelo de Estado, sin hacer nada por cambiarlo; si no hemos luchado por ilustrar debidamente a nuestros
descendientes; si hemos ido aceptando la mediocridad y la corrupción en todos
los estratos de la sociedad, especialmente en la política; si hemos decidido
por acción u omisión jugar en un “equipo de perdedores”, ¿qué ilusión vamos a
tener? ¿Cómo podemos sentirnos orgullosos sabiéndonos perdedores? ¿Cómo se
puede mantener una unión ficticia? ¿Quién quiere pertenecer a una sociedad de
mediocres?
Tengo multitud
de amigos y familiares que han emigrado a otros Estados buscando lo que España
no puede ofrecer, y que tampoco persigue. La aparición histórica de los
separatistas, sean catalanes u otros, son el fruto de una España que no tiene
un modelo adecuado ni proyecto y que, por tanto, no funciona ni funcionará; una
España llena de mediocres, sin posibilidad de poder sentirse orgulloso, sin
ilusión de futuro, sin identidad y, por tanto, desunida. ¡¡Si muchos españoles
ni siquiera respetan sus símbolos de identidad o unión, como la bandera o el
himno, es porque algo falla!! ¿Qué pretendemos? ¿Unir a la fuerza? ¿Creernos
que España es un Estado fuerte porque tres o cuatro irracionales políticos nos
venden esa idea-ficción?
Para solucionar
este grave problema hay que conseguir
que el Estado español funcione óptimamente. Y es evidente que un cambio de
partidos políticos, o una secesión de parte del territorio, no lo soluciona. Los separatistas catalanes y quienes los
apoyan cometen el error más grave de sus vidas.
Por todo ello,
sería necesario exigirnos a todos un periodo de reflexión y de intenso debate
–no de consenso entre partidos políticos- que finalice con la determinación de
unos ilusionantes objetivos alcanzables y de un proceso que nos lleve a un
cambio de modelo social y político, un nuevo modelo de Estado. No hay
alternativa posible. Si muchos españoles siguen convencidos que con los
“remiendos” que nos proponen nuestros políticos va a solucionarse el problema
existente, veo con meridiana claridad que el Estado español alcanzará con el
tiempo cotas de gran debilidad, hasta el punto de acabar siendo “colonizado”
por otros pueblos más ilustrados y preparados.
Sin embargo, me
temo que la oligarquía de los partidos políticos ofrecerá una resistencia
contumaz al cambio del juego y de sus reglas de funcionamiento, resistencia que
precisamente les llevará irremediablemente a su autodestrucción y la del mismo
Estado que pretenden gobernar.
El tema del
separatismo fue magistralmente tratado por el filósofo y político español
Ortega y Gasset en los años veinte del siglo pasado. Muchos años han pasado
desde entonces, y ha vuelto a aflorar ese planteamiento apoyado por una
importante cantidad de ciudadanos residentes en Cataluña. Que históricamente se
repita el mismo asunto es un signo inequívoco de algo más que los simples
artificios o pretextos que utilizan los separatistas, para que determinada
“masa social” siga y apoye ese movimiento separatista.
En su magnífica
obra, cuya lectura siempre recomiendo, Ortega y Gasset hace reflexiones
interesantes sobre los males o errores históricos de los españoles y de la
nación española. En este caso me refiero a la obra “España invertebrada.
Bosquejo de algunos pensamientos históricos”.
Y llegados a
este punto, abriré otro debate primordial, causa de la mediocridad de nuestra
sociedad. Dice Ortega y Gasset que el Estado español nace históricamente sin
contar con un nutrido grupo de ciudadanos selectos, preparados, formados,
siendo las masas sociales las que han llevado el peso de la nación española. No
debe confundirse con “razas o etnias superiores” ni nada similar, que siempre
hay algunos que desvarían con estos planteamientos, sino a lo que nuestra
propia Constitución exige para ingresar en las Administraciones públicas: mérito y capacidad. La degeneración y
deterioro de nuestras instituciones públicas son el fruto precisamente de
marginar esos fundamentales principios.
¿Por qué
exigimos capacidad y competencias para ejercer de abogado –título y formación-,
para construir una casa o un puente –título de arquitecto o ingeniero-, para
conducir un avión –título de piloto y horas de prácticas-, y no exigimos nada a los que se presentan
para “conducir” el Estado? No confiar “las naves” públicas en personas
selectas nos debilita y nos lleva al fracaso.
¿Quién pondría a
trabajar de técnicos en su empresa a personas que no saben de organizaciones,
de administración, de calidad, de gestión, que no conocen el ordenamiento
jurídico, etc.? Sólo el que no busca rentabilizar su inversión y quiere
favorecer a sus allegados, como ocurre
en las empresas y agencias públicas en Andalucía. Y así nos va por el Sur.
¿No exigimos
para conducir un coche el aprobar unas pruebas teóricas y prácticas? Y sin
embargo, para presentarse como candidato
en unas elecciones no exigimos una preparación para quienes tienen que
“conducir” todo un Estado, con su ejército, cuerpos de seguridad, con
poderes exorbitantes (expropiación de bienes, liquidación de tributos,
desahucios administrativos, concesión y reintegro de subvenciones, etc.) y
demás órganos vitales. Pero tampoco
exigimos a los ciudadanos ningún
requisito -adecuada preparación- para elegir a quienes conducirán los Gobiernos
y los Parlamentos, para seleccionar a quienes cedemos nuestra soberanía y
les otorgamos esos poderes exorbitantes, salvo ser mayores de 18 años y estar
capacitado mentalmente. ¿Alguna vez han pensado en ello? No estoy diciendo que
las personas menos preparadas no puedan ser más racionales que otras con
preparación, pero sin duda las preparadas podrán razonar y fundar sus
decisiones con más acierto y conocimiento. Si no fuera así, ¿para qué exigimos
aplicar los principios constitucionales de mérito
y capacidad para entrar en las Administraciones como funcionarios? Sin
embargo, no lo hacemos para ocupar los cargos públicos de Presidentes,
Ministros, Consejeros, Directores Generales, etc. No puedo entenderlo.
Llevo años
proponiendo crear el “servicio civil
obligatorio”: todo español debería pasar unos meses trabajando en las
Administraciones públicas con “tutores” para conocer el funcionamiento del
poder ejecutivo y sus relaciones con el legislativo. Igualmente, el Sistema
educativo, desde temprana edad, debe incorporar el funcionamiento de todo el
sistema político-administrativo, con casos prácticos.
No estoy
planteando elecciones “censitarias”, aunque ya se aplican desde el momento en
el que no pueden votar los menores de 18 años, pero tampoco podemos seguir en
esta mediocridad que nos debilita frente a países como Francia, Inglaterra o
Estados Unidos, cuyos ciudadanos han disfrutado de unas libertades que ya
quisiéramos los españoles.
En defnitiva, cualquier solución
que planteásemos pasa inevitablemente por poner a los
mejores al mando de las instituciones públicas, no a ineptos, corruptos,
indecentes, sinvergüenzas, malversadores y demás calificativos negativos que se
les puedan ocurrir.
Para finalizar,
les dejo a continuación con los extractos de algunos pasajes de la citada obra
de Ortega y Gasset, que considero interesantes para su reflexión, aunque
insisto en invitarles a leer toda su obra.
“Cabría ordenar, según su gravedad, los
males de España en tres zonas o estratos.
Los errores y abusos políticos, los
defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la llamada
“incultura”, etc., ocuparían la capa somera, porque o no son verdaderamente
males, o lo son superficialmente. De ordinario, cuando se habla de nuestros
desdichados destinos, sólo a algunas de estas causas o síntomas se alude. Yo no
los miento en las páginas que preceden como no sea para negarles importancia:
considero un error de perspectiva histórica atribuirles gran significación en
la patología nacional.
En estrato más hondo se hallan todos esos
fenómenos de disgregación que en serie interrumpida han llenado los últimos
siglos de nuestra historia y que hoy, reducida la existencia española al ámbito
peninsular, han cobrado una agudeza extrema. Bajo el nombre de “particularismo
y acción directa”, he procurado definir sus caracteres en la primera parte de
este volumen. Esos fenómenos profundos de disociación constituyen
verdaderamente una enfermedad gravísima del cuerpo español. Pero aún así no son
el mal radical. Más bien que causas son resultados.
La raíz de la descomposición nacional
está, como es lógico, en el alma misma de nuestro pueblo. Puede darse el caso
de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales en las que no le
toca responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español se
cumple, es que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre
o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean
sus sentimientos radicales y las propensiones afectivas de su carácter. De
éstas habrá algunas cuya influencia se limite a poner un colorido peculiar en
la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes. Mas esta
tonalidad del gesto ante la existencia es, en rigor, indiferente a la salud
histórica. Francia es un pueblo alegre y sano; Inglaterra un pueblo triste, pero
no menos saludable.
Hay, en cambio, tendencias sentimentales,
simpatías y antipatías que influyen decisivamente en la organización histórica
por referirse a las actividades mismas que crean la sociedad. Así, un pueblo
que, por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda individualidad
selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo y masa se juzga
apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su
política, en su moral y en sus gustos, causará irremediablemente su propia
degeneración. En mi entender, es España un lamentable ejemplo de esa
perversión. Todavía, si la raza o razas peninsulares hubiesen producido gran
número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa, o práctica,
es posible que tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de
las masas. Pero no ha sido así, y éstas, entregadas a una perpetua subversión
vital –mucho más amplia y grave que la política- desde hace siglos no hacen
sino deshacer, desarticular, desmoronar, triturar la estructura nacional. En
lugar de que la colectividad, aspirando hacia los ejemplares, mejorase en cada
generación el tipo de hombre español, lo ha ido desmedrando, y fue cada día más
tosco, menos alerta, dueño de menores energías, entusiasmos y arrestos, hasta
llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de las masas, el
odio a los mejores, la escasez de éstos –he ahí la razón verdadera del gran
fracaso hispánico….”
“…..Será inútil hacerse ilusiones
eludiendo la claridad del problema y dándole vagarosas formas. Si España quiere
corregir su suerte, lanzarse de nuevo a una ascensión histórica, gloriosamente
impulsada por una gigantesca voluntad de futuro, tiene que curar en lo más
hondo de sí misma esa radical perversión de los instintos sociales.
Pero, como en estas páginas queda dicho,
las masas, una vez movilizadas en sentido subversivo contra las minorías
selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina (véase
lo que ha ocurrido cada vez que se intenta mejorar el Sistema educativo basándolo
en el esfuerzo de los alumnos). Es
preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas
aprendan lo que no quieren oír.”
“…Cambios políticos, mutación en las
formas de gobierno, leyes novísimas, todo será perfectamente ineficaz si el
temperamento del español medio no hace un viraje sobre sí mismo y convierte su
moralidad.
¿Cuál es, pues, la condición suma? El
reconocimiento de que la misión de las masas no es otra que seguir a los
mejores, en vez de pretender suplantarlos. Y esto en todo orden y porción de la
vida.
Donde más importa que la masa se sepa
masa y, por tanto sienta el deseo de dejarse influir, de aprender, de
perfeccionarse, es en los órdenes más cotidianos de la vida, en su manera de
pensar sobre las cosas que se habla en las tertulias y se lee en los
periódicos, en los sentimientos con que se afrontan las situaciones más
vulgares de la existencia.
En España ha llegado a triunfar
absolutamente el más chabacano aburguesamiento. Lo mismo en las clases elevadas
que en las ínfimas rigen indiscutidas e indiscutibles normas de una atroz
trivialidad, de un devastador filisteismo.”
“Es curioso presenciar cómo en todo
instante y ocasión la masa de los torpes aplasta cualquier intento de mayor
refinamiento. Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones
españolas.
Y, ante todo, no extrañe que más de una
vez se aluda en este volumen a las conversaciones, tributándoles una alta
consideración. Es la conversación el instrumento socializador por excelencia, y
en su estilo vienen a reflejarse las capacidades de la raza.
Goethe observó que entre los fenómenos de
la naturaleza hay algunos, tal vez de humilde semblante, dónde aquella descubre
el secreto de sus leyes. Son como fenómenos modelos que aclaran el misterio de
otros muchos, menos puros o más complejos. Goethe los llamó protofenómenos.
Pues bien, la conversación es un
protofenómeno de la historia.
Siempre que en Francia o Alemania he asistido a una reunión donde se hallaba
alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban
en elevarse hasta el nivel de aquella. Había un tácito y previo reconocimiento
de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre
las cosas.
En cambio, siempre he advertido con pavor
que en las tertulias españolas –y me refiero a las clases superiores, sobre
todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a nuestra vida nacional-
acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un hombre
inteligente, yo veía que acababa por no saber donde meterse, como avergonzado
de sí mismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal
firmeza e indibitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente
instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda,
precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés.
Y es que la burguesía española no admite
la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que
haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su
estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando y rebajando el
contenido espiritual del alma española, hasta el punto de que nuestra vida
entera parece hecha a la medida de las cabezas y de la sensibilidad que usan
las señoras burguesas, y cuanto trascienda de tan angosta órbita toma un aire
revolucionario, aventurado y grotesco.
Si España quiere resucitar es preciso que
se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones. La gran
desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías ilustres y el
imperio imperturbado de las masas.”
Sobresaliente.
ResponderEliminarMuchas gracias, Curro. Saludos!
EliminarSobresaliente.
ResponderEliminarEn primer lugar felicitaciones como siempre por tu excelente articulo y aún así hago las siguientes matizaciones: Alberto Carlos Rivera habla muy bien y dice cosas muy sensatas con las cuales yo al menos estoy de acuerdo, sin embargo si se hace un seguimiento de sus hechos, es el ejemplo de una auténtica disonancia cognitiva (juan Marín hace lo que él dice), en cuanto a proceder a una selección de las personas que deben de acceder a un cargo político, creo que se confunde el efecto con la causa, el problema no es que se necesiten requisitos para presentarse a candidato, el quid de la cuestión está en que los partidos políticos españoles no son realmente democráticos de ahí que surjan lo que denominamos vulgarmente trepas, y para terminar, de acuerdo que en el sistema educativo es necesario instalar el esfuerzo, pero por favor y que no se me enfade nadie, eso dicho así pertenece al paradigma educativo de los siglos XIX y XX, antes del esfuerzo está la motivación. La causa está en la falta de motivación, motiven ustedes a la persona más enclenque y será capaz de correr una maratón
ResponderEliminarHola, Juan Manuel: muchas gracias por tus felicitaciones. Yo matizaría aún más el tema de los requisitos de los candidatos: por muy democráticos que fueran los partidos, nada podría garantizar que el que va en la lista tiene las competencias y cualidades necesarias para ser nuestro representante. Sería preferible elegir candidatos por circunscripción electoral de forma directa, al estilo americano, con posibilidad de revocación. Si se elige mal, que sea la ciudadanía la que se equivoque, no los partidos. Esto sí que sería libertad en democracia.
EliminarY respecto a la enseñanza, no separo el esfuerzo de la motivación: ambos aspectos son necesarios, además de muchos otros. De hecho lo llevo debatiendo desde hace tiempo con conocidos. No he entrado a fondo en el sistema educativo (si alargo aún más el artículo, sería terrible), pero es obvio que necesita no una mano de pintura, sino una reforma integral. Sería para hacer una tesis sobre ello. Son muchos los aspectos a tener en cuenta, incluida la motivación.
Saludos!